ODA OLÍMPICA
(A LA JUVENTUD)
No la épica trompa, con que Homero
pregonó las hazañas inmortales
del cauto Ulises y de Aquiles fiero,
sino la ebúrnea lira es la que quiero
para romper en cánticos triunfales.
Píndaro sea el lírico maestro
que entre los nueve clásicos descuella,
quien su lira me dé, para que en ella
tenga un oasis la aridez del estro.
Cantaré, cual ayer cantara él mismo,
los simulacros bélicos, que al choque
imprimen en el alma el heroísmo,
como el cincel las formas en el bloque;
y ensalzaré al poeta sin rivales,
ya que esos juegos de viril porfía
son como los perpetuos funerales
del que en sus odas los cantara un día.
¡Loada la gloriosa primavera,
que en la sien juvenil prodiga flores,
al romper las batallas de la vida!
Juventud que se envuelve en su bandera
es digna de los líricos honores,
ya que tampoco la lección no olvida
que le dieron luchando sus mayores.
Cantar el porvenir, cuando en la cumbre
aún no se ha apagado
el vivo ejemplo de la excelsa lumbre
que encendieron los héroes del pasado,
es pedir el laurel, ganar la gloria,
atropellarse para entrar en lucha,
asordar los oídos de la Historia
con voz de reto que tronar se escucha,
amanecer a la futura brega
y prepararse a la feliz victoria,
sentirse grande en el combate rudo,
y ya no a modo de la raza griega
morir, sino nacer sobre el escudo.
¡Salve a ti, primavera de esperanzas,
que sobre el hielo del dolor avanzas
resucitando las marchitas flores;
salve a ti, Juventud, que en la ancha arena
expandes con la lucha tus vigores,
disipas los nublados de tu pena,
y, rica de laurel, en la porfía
corres como una olímpica figura,
tras la copa del triunfo, en la que un día
nos brindarás no sorbos de amargura,
sino siquiera gotas de ambrosía!
Digno es del áureo verso el varón fuerte,
que, crecido a la sombra de la palma,
se ríe desde niño de la muerte
y tiene sano el cuerpo y grande el alma.
Maldito el que desgasta sus abriles
en estancarse con mortuoria calma,
o en robar horas al placer violento,
sacudiendo sus años juveniles,
como hojas secas que se lleva el viento.
No es Juventud la que llorosa y triste,
huérfana de coronas y apocada,
ni la fatiga ni el dolor resiste.
¿Qué sabe de la lid, qué del trabajo?
Ni hundir la reja, ni vibrar ia espada.
Falta de fuerzas sobre el hondo tajo
del arado viril, llora y se abate;
y si tiene tal vez planta ligera,
¡no será para el triunfo en la carrera,
sino para la fuga en el combate!
Cuando haya muerto el pundonor, y en vano
flote el postrer girón de la bandera;
cuando en el fondo del dolor humano
aliente vil resignación, y el hierro
duerma sueño de paz sin que haya mano
que lo sepa blandir: cuando del perro
llegue a la luna el retador ladrido,
y el Fénix no renazca y entre el fango
muera el cisne de Leda, conmovido.
No debe el vate de apolíneo rango
llorar, sino rugir. Si las vilezas
desparecen al fuego y queda ei oro,
desate sobre todas las cabezas
lenguas de fuego el cántico sonoro.
La femenil ciudad en que las danzas
laxaron el vigor: en que la fiesta
para siempre jamás rompió las lanzas;
en que la Juventud a los altares
corre de Baco, y gala deshonesta
hace de anacreónticos cantares;
la femenil ciudad, que el bien olvida
y apresura el placer, por justa suerte
ha de ver en la aurora de su vida
la repentina noche de su muerte.
Incendiada será. Y así que, presa
de la llama voraz, quede en pavesa.
El pindárico vate no vencido
romperá en odas de triunfantes lizas;
y sobre la ciudad, como un rugido,
pasará luego el viento del olvido,
sacudiendo el crespón de sus cenizas...
No, no sois los que, prestos a la arena,
sabéis correr con entusiasmo, aquellos,
rendidos en mitad de la faena,
jóvenes que disipan sus destellos
en las danzantes fiestas: de la lira
suenan así los cánticos mejores,
dando a los aires la alabanza vuestra;
porque la musa varonil se inspira,
cuando ve que del tálamo de flores
caéis de un salto en la marcial palestra.
Ya otra vez el asombro ha preguntado
si los que del amor hacían gala,
eran los mismos que, en la patria historia,
honraban las insignias del soldado,
batían antes de morir el ala
y espantaban la muerte con su gloria.
Los que mimados en su infancia han sido
guardan un noble corazón, que late
a todo impulso generoso: el nido
águilas da también para el combate.
El amor no es endeble: Hércules ama.
No porque estéis con el acero en mano
listo a la lucha el corazón amante
en vuestro pecho yacerá dormido;
porque en la misma fragua en que Vulcano
nace los fieros rayos del Tonante,
hace también las flechas de Cupido.
¡Oh mancebo gentil, rompe el estrecho
molde femíneo de tus formas puras!
Levanta el amplio y vigoroso pecho,
enciérrate entre férreas ligaduras,
échate ingentes pesos sobre el hombro,
cubre larga distancia en tu carrera;
y alcanzarás el merecido asombro
de la tímida virgen que te viera.
No robes con placeres la pujanza
a tu virilidad: rápido avanza
a conquistar la deifica corona;
y así que cunda el músculo en tus brazos
y cobren solidez tus formas bellas,
al son del himno que tu elogio entona,
ya podrás descansar en los regazos
de rendidas y cándidas doncellas...
Bebe el clásico zumo de las vides,
y consagra a tu amor dulces instantes,
pero, al beber el zumo, no te olvides
de hacerlo en copa de oro, siempre que antes
sepas ganarla en las hercúleas lides.
Entonces el amor será más fuerte,
más digno, más viril. Ya tu deseo
podrás colmar en placentera suerte,
mientras que, en repentina catarata,
las desatadas ondas del Alfeo
se harán en tu loor lenguas de plata!...
Es tiempo ya de que en la arena ardiente
quede probado el músculo. El presente
así sintiera venturoso orgullo,
al ver que el porvenir busca vigores.
¡Es tiempo ya, titanes en capullo,
de romper el botón, y hacerse flores!...
¡Ah, con qué agrado miraréis, mañana
que os opriman los hielos de la vida,
la empolvada corona, que, pendiente
del muro, os hablará de la lozana
juventud en que fausta y engreída
ciñó de triunfos vuestra misma frente!
Y al tocaros quizás esos cabellos
que laureados así viéronse un día,
sentiréis sólo deshacerse en ellos
nevados copos de ceniza fría...
Más vuestra ancianidad, cual la del roble,
rica en savia ha de ser, que siempre queda
huella de glorias tras la lucha noble.
¡Qué importa la vejez, si cada ruina
escondido quizás guarda un tesoro!...
Finge un molino trágico la rueda
de la suerte, que rápido camina;
y así del trigo de los bucles de oro
brotan las canas como blanca harina.
Pero antes ¡ah! de que lleguéis a ancianos
probaréis vuestra gloria. El varón fuerte
recoge el fruto con sus propias manos,
o lo arranca del árbol de la suerte...
No buscáis para el músculo las galas
de fuerza inútil: ¿para qué las alas
si no es para el empuje a lo infinito?
Anima al viril brazo el noble anhelo
de romper las prisiones del granito
y redimir los gérmenes del suelo;
y un numen sacro en su labor lo inspira,
cuando, al vibrar el victorioso tajo,
la herramienta pulsada como lira
canta las epopeyas del trabajo.
El arado abrirá sobre los valles
surcos de salvación. Taladro fiero
hará saltar la roca de las minas.
La multitud no azotará las calles,
sino que, en esa redención de acero,
cruzará el campo, vestirá las ruinas,
voceará en las silentes soledades,
romperá el hielo de las arduas cumbres,
y, al soplo de huracán de las edades,
volará en busca de las nuevas lumbres,
cual si fuera en un éxodo de gloria,
que remozando la pasada vida
evocase otra vez sobre la Historia
la visión de la Tierra Prometida.
En su carrera ese desborde humano
azotará las despobladas zonas,
como azota la faz del oceano
con su látigo de agua el Amazonas.
Los verdes campos alzarán cantares,
las biavas cumbres ceñirán coronas,
los negros antros abrirán caminos;
y cubrirán nuestros desnudos mares
bosques flotantes de veleros pinos.
Y al avance del ímpetu que crea,
se tornará la selva en limpio llano,
y en ciudad fausta la pajiza aldea,
y el árido desierto ya no en vano
se extenderá con mendicante anhelo,
cual si fuera la palma de una mano
que le implorara una limosna al cielo;
y para darnos sus mejores minas
conmoviéndose entonces las montañas,
como desesperadas heroínas,
se abrirán ellas mismas las entrañas.
En tan ruda labor las damas bellas,
que ora regalan al amor su aliento,
ora avivan la luz de las estrellas,
ora enriquecen de perfume el viento,
sabrán también, como en lejano día,
para acrecer el bélico tesoro,
cortáronse entusiastas a porfía,
hasta sus crenchas de abenuz o de oro,
hollar el campo y doblegar la frente
sobre el surco, que abierto con fatigas
se bautiza y fecunda con sudores:
tal la bíblica Ruth que humildemente
va sólo recogiendo las espigas
que quiebran al pasar los segadores...
Si logramos unir en nuestra historia
al noble oorazón el brazo fuerte,
gozaremos la alianza de la gloria
y no nos vencerá sino la muerte.
Nada importa morir, si cada tumba
en un bosque de lauros se convierte.
¡Bello es que un pueblo sin temblar sucumba!
En el osario sus despojos yertos
se regarán con llantos compasivos;
que ante la tumba de los héroes muertos
se postrarán los vencedores vivos.
¡Oh vencedor, que altivo te levantas,
piensa, si las rodillas no quebrantas,
que la que cumbre fue se torna abismo!
El polvo que hoy está bajo tus plantas,
mañana puede estar sobre ti mismo.
Para salvar los áridos desiertos
que tras de cada tumba abre el olvido,
—libros en blanco para siempre abiertos,
en que la voz de los elogios calla—,
nada importa vencer, ni ser vencido:
lo que importa es ser grande en la batalla.
No te arrepientas, Juventud, si acaso
en los esfuerzos de tu afán prolijos
hallas suerte fatal; afirma el paso:
que la fe de los padres en ocaso
renace en el oriente de los hijos.
No te arrepientas, Juventud. El vate
tampoco de tu elogio se arrepienta,
ya que pulsó de Píndaro la lira.
La fe en el porvenir gana el combate,
la duda en el combate es una afrenta,
la afrenta de esa duda horror inspira;
y el arrepentimiento encoge el ala,
no vence más en las contiendas rudas,
¡y va a besar los pies como Magdala,
o a colgarse de un árbol como Judas!
1900.
José Santos Chocano