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EN LA ARMERÍA REAL

A Salvador Rueda

¡Epopeya de la muerte!
¡Cementerio de las armas!
Hoy las huecas armaduras, en que un día
los heroicos corazones palpitaban,
son apenas un tumulto de recuerdos
que se yerguen silenciosos a manera de fantasmas.
¡Epopeya de la muerte!
¡Cementerio de las armas!

Estos son los mismos bronces
que rompieron, con los timbres de su fama,
la sordera de los siglos
y evocaron las proezas resonantes de la Iliada.
Aquí están las armaduras
de la buena madre España;
aquí están los entusiasmos vigilantes,
aquí están las pensativas esperanzas,
aquí están las vanidades insepultas,
aquí están las ambiciones perpetuadas,
cual si fuera el espectáculo elocuente y fragoroso
de un ejército en batalla,
que de pronto se quedase para siempre suspendido,
a manera del retrato más hermoso de la raza...
¡Epopeya de la muerte!
¡Cementerio de las armas!

Armaduras de engranados varillajes
que repliegan y despliegan sus escamas,
como un juego combinado de abanicos entreabiertos
o de naipes que cartean y desdoblan sus barajas;
cascos finos en que flotan los penachos,
que en las Indias, en carreras por los bosques y las pampas,
parecían, sacudiéndose en el aire,
las espumas encrespadas
con que corre por los cauces retorcidos
el tumulto pedregoso de las aguas;
grandes oes de rodelas,
que son ojos sin pupilas o son bocas asombradas,
cuyos platos que parecen catalépticas tortugas,
esperando están al héroe que golpee sobre el bronce con el pomo de una espada;
y banderas ¡oh banderas!
las que en Flandes y en Italia,
y al través de los dos Mares y al través de los dos Mundos,
conocieron los rugidos de las olas y montañas,
duermen quietas hace siglos,
duermen tristes, duermen lánguidas,
ya extendidas en los muros,
cual si fuesen mariposas enclavadas,
ya suspensas y exprimidas en arrugas ondulantes,
cual si fuesen viejas águilas,
que, posándose en la nieve de las cumbres,
replegasen para siempre los cansados abanicos de sus alas...

Esa antigua y noble hoja,
esa que hace cuatro siglos que descansa,
esa tuvo contraídos en su firme empuñadura
cinco dedos sarmentosos en las épicas vendimias de la casta.
Esa otra que parece
la sonrisa de una irónica amenaza,
esa estuvo tinta en sangre cincuenta años
y hoy apenas en sus rojas pesadillas se aletarga.
¡Oh temblores misteriosos
los que tienen las espadas!
Hay alguna —la del cuarto Rey Felipe,
la del siglo de las letras y las armas,—
toda olla, toda ella, desde el puño hasta la punta,
temblorosa y estriada,
cual si acaso le corriera por la hoja
el estrépito medroso de una trémula batalla...
Por en medio del tumulto
de esos largos dedos fríos que parece que señalan,
firme, seca
limpia, casta,
hay la hoja
de una espada:
¡es la espada de Pizarro,
cuya cruz es el más digno juramento de la raza!
Esa espada supo un día,
cuando el grupo desconfiado vacilaba,
estampar en las arenas con su punta
la elocuencia decisiva de una raya.
Y el gran héroe señalando,
con la misma punta aquella, lejanías ignoradas,
dijo así, lleno de gloria: —¡Qué me siga quien me siga!—
Sólo trece le siguieron y pasaron esa línea consagrada.

¡Oh Pizarro! Gran Pizarro:
resucita; que haces falta.
En la arena movediza de los siglos
grabar debes otra línea con la punta de tu espada;
porque entonces, para siempre,
no trece hombres, trece pueblos pasarían esa raya.

Estas son las armaduras
en que el Padre Sol de América encendía llamaradas.
En los trópicos, el rayo,
que cercena las caobas y deslumhra las montañas,
deteníase de pronto
en el copo de un penacho o en el ceño de una espada...
Pavonados los aceros
de rodelas y corazas,
los verdores de esas selvas, los azules de esos ríos
y los múltiples colores de esos cielos, reflejaban...
El resuello de los bosques
y el suspiro de los pampas
sacudían las banderas,
que a manera de anchos bucles se envolvían y ondulaban...
Entre el trote de los ágiles corceles,
que en arneses luminosos escondían sus audacias,
se sentían en la tierra, tierra virgen pero madre,
bajo el casco los rumores de la yerba que brotaba...
Como un día, en el misterio
del cenáculo apostólico, la flama
repartida sobre todas las cabezas,
la Nalura, madre fuerte, madre virgen, madre santa,
repartía mariposas
que en los cascos se paraban
y aves nuevas que venían revolando por los aires
y rompían sus canciones en las puntas de las lanzas...

¡Epopeya de la muerte!
¡Cementerio de las armas!
Hoy las huecas armaduras, en que un día
los heroicos corazones palpitaban,
son apenas un tumulto de recuerdos
que se yerguen silenciosos a manera de fantasmas...
¡Epopeya de la muerte!
¡Cementerio de las armas!

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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