MONTHE ATHOS
Volvíamos en la barca,
la santa montaña de Athos alejándose al amanecer
con la belleza dormida en sus oscuros árboles,
nido de águilas rojas en la esmaltaría de los santorales.
Volvíamos desde el escalonado promontorio
donde Vatopedi asciende al rezo de las cúpulas
signando de cruces patriarcales el mar creador
y donde el duro pan y el queso polvoriento
sobre dispuesta mesa
muestran aún al huésped la magnanimidad de los Paleólogos.
Grafía de los remos hundiéndose
en el meandro vivo de la espuma
al impulso de los remeros.
Sentados en la tabla como en cátedras de tristeza
los popes canos, rígidos de luto
distraen entre los dedos el ámbar de las sartas.
Sólo el joven diácono de manto azul como San Juan de Patmos
alza la frente rubia a la mañana;
puro y agreste acepta el brillo de las dagas en el agua.
Junto a la playa, en Ieryssos, los mílites esperan,
vigilan sacros comercios ilegales,
trueques míseros
de vítreos mosaicos, iconos, menologios.
Registran a los hieráticos monjes solemnes en el desdén
y una mano desgarra la talar vestidura del diácono
que baja la cabeza en el pudor del reo y la inocencia:
apareció su pecho como un oro carnal de iconostasios.
Pablo García Baena