IX
Al ocaso del día en que moriste
se acostó el sol en nubes de sangria,
en nubes agoreras que anunciaban
el tormentoso anhelo de los hombres.
La pobre codorniz presa en la jaula,
a la que vino desde el mar traída, Números XI, 31.
salta buscando libertad y vuelo
sobre los trigos, y en sus vanos saltos
de su prisión el techo con la sangre
de su cabeza sella, y a las veces
sucumbe así de sus anhelos mártir.
¿No es acaso esa sangre del poniente
señal del pensamiento dolorido
de la pobre alma humana, que con saltos
de loco escudriñar quiso la bóveda
del cielo azul romper y ver los ojos
de Aquel que a dar tu sangre así Te enviara
como remedio de esa sangre trágica?
Ciegan, crueles, al condor de los Andes,
los sueltan, y el ceñudo soberano
de las crestas, creyéndose en el fondo
de la barranca sin luz, levanta el vuelo,
derecho, a plomo, así como guardando
sus alas de los tormos de las rocas;
va buscando la luz sin ojos, sube,
no la encuentra, ¡cuidado!, y va subiendo,
y llega a las alturas en que el aire
para el vuelo y el huelgo se adelgaza;
no logra respirar, sigue buscando
la luz de vida con sus cuencas ciegas;
pliega sobre su pecho que revienta
su corvo pico y se desploma muerto.
Así del hombre el insaciable espíritu
tras de la luz se alzó hasta las alturas
donde no hay aire para el huelgo y vuelo
saber buscando a trueque del ahogo;
pero bajaste Tú, luz de la Gloria,
la vida que era luz para los hombres,
luz que en oscuro brilla iluminando
a todo hermano tuyo que a este mundo
a respirar el graso aire del valle
mejido con la boira de las lágrimas
y del sudor penitencial se viene.
Con tu muerte trajiste Dios al suelo.
Y la luz verdadera has enterrado;
con ella nos bañaste las entrañas;
de tu sangre, que es la luz, has hecho sangre
de nuestras almas, dando vista al ciego.
Dios antes nos cegó para traernos
como a Saulo, camino de Damasco, Hechos IX, 8.
a morir a tus pies, y con tu muerte
darnos la luz a cuya busca errábamos
por las alturas del mortal saber.
Miguel de Unamuno