UN HUÉSPED DEL MAR
I
Sus huesos de madrépora le crujen por la noche,
por eso cuando sueña
habla solo y conoce cierto idioma sin raza.
Yo no soy de su sitio,
pero conozco los rincones de su palabra;
él a veces nos deja, y, a pasos no comunes,
entra en el mar como hostia en la boca,
con un temblor de sagrado movimiento.
Luego sale contento, con ese goce
que traen los niños cuando vienen de las olas.
Después... cuenta cosas...
su extremada alegría es tal vez el alborozo de las olas
que se repite en su cuerpo,
y esto me hace creer que me trae la verdad entre sus manos;
así sus carnes húmedas de clima
tienen esa frescura de la madera nueva de los barcos;
y su voz llega oportuna,
igual que un salvavidas que cayera de súbito en mi sangre.
II
Siento, luego, que hierve mi silencio,
y de pronto comprendo que corre por mi cuerpo
una ola de abejas subterráneas.
¿Sé dormir desde entonces? Comprendo
que ser un poco dueño del sonido
es ya tener el duende de los ríos,
es ya saber que hay pájaros sin verlos,
es ya saber que hay
un misterioso sacrificio aéreo,
una labor puntual de ruiseñores,
un coro ciego de profunda escuela,
una batuta de los astros, una...
tan simple y tan solemne como el viento
que mece el cuerpo de los ahorcados.
III
Entonces compruebo que todo el viento
me cabe entre las manos;
mi habitación de súbito toma anchura más noble,
anchura donde puedo colocar mis desvelos, mi puro insomnio,
mi cuidado instrumento de belleza.
Y allí respiro,
y allí me encuentro;
allí sé para qué sirve mi inutilidad,
mi falta de memoria para la cosa útil,
mi orgullo ante los números,
mi egregio descuido.
Sólo comprendo que en aquel instante
mi habitación está llena de crecimientos,
llena de fiebre de pájaros,
calurosa de temblor,
conmovedora de ternura libre,
cruzada de caminos que sólo comprende
aquel que me ha hecho navegables las venas
para llegar a él... ebrio hacia adentro...
ebrio de él, borracho de su tuétano.
Pero tranquilo igual que su raíz de océano.
Manuel del Cabral