AL CHACAL DE MI PATRIA
«Paso la vida llorando por usted
y pidiéndole a Dios por quienes lo
tienen en esa horrible cárcel»
Lástima que mi estrofa a ti descienda
y tenga que azotar tus desnudeces;
porque, di: ¿no es verdad que no mereces
tanto, en esta fatídica contienda?
Carcelero sin Dios y sin enmienda:
Por ti mi santa madre alza sus preces,
y tú la haces llorar... y hasta las heces
apurar el dolor la copa horrenda.
Escucha: tu banquete está servido;
tu mesa es del más duro calicanto,
tu manjar, un cadáver desleído;
tu convidado fúnebre: ¡el espanto!
Tu música, un sollozo, ¡un alarido!
Sangre, tu vino rojo, y tu agua... ¡llanto!
Nadie quiere tu muerte; vive, vive
y vive eternamente. El mal que has hecho
renace cada día en todo pecho,
y es tan grande... ¡que apenas se concibe!
Nadie quiere tu muerte; el que recibe
tu inmundo ultraje, como yo, y maltrecho
siente su corazón, tiene derecho
para verte vivir... ¿quién lo prohíbe?
Nadie quiere tu muerte; ojalá ahora
Jesús resucitara, que de fijo
al conocer tu garra destructora,
al ver que siempre tu maldad se agranda,
como a Ahsverus diría el gran Dios-Hijo:
¡Anda, monstruo, no mueras, anda, anda!
Una noche rondaste mi aposento...
¿Qué buscabas allí, mísero espión?
¿Allí, donde ha oficiado el pensamiento,
allí, donde ha gemido un corazón?
¡Qué! ¿Buscabas la flor de un sentimiento?
¿Una «Gota de Ajenjo», una canción?
¡No!... ¡Todo lo husmeaste y con tu aliento
impuro inficionaste mi mansión!
Y después, ordenaste a tus manadas
de sabuesos inmundos, perro infiel,
arrojar a la calle destrozadas
y mustias mis coronas de laurel...
Coronas que no estaban empapadas
cual las tuyas, en ¡sangre, llanto y hiel!
Lamiéndote las garras espantosas
y ávido de matanza todavía,
te desplomaste al fin, en pleno día,
émulo de los Francias y los Rosas.
Ya las cadenas fuertes y ruidosas
no se oirán más en la mazmorra fría;
ni a tu señal, despótica y sombría,
llenarán tus cadalsos nuevas fosas.
Si hoy nadie acusa tu felino anhelo
y abundan los cipreses y los sauces
porque tú lo quisiste —lodo y hielo—,
de tu hecatombe al ver los rojos cauces,
yo, un vencido, incorpórome en el suelo
¡para escupirte las sangrientas fauces!
Todo te he perdonado, todo, menos
¡las gotas de dolor que tú le hiciste
derramar a mi madre!...¡Hoy ya no existe
la que me dio la savia de sus senos!
Vi sus ojos sin brillo, antes serenos,
y vi su rostro demacrado y triste
cuando salí de la prisión. ¡Tú fuiste
su matador, verdugo de los buenos!
Jesús no vio llorar a la que un día
le diera el ser: ¡oh no! Con santo encono
deshecho hubiera la feroz jauría.
Mas, si la vio llorar y ansiando el trono
del cielo, perdonó... yo, madre mía,
al que te hizo llorar, ¡no lo perdono!
Julio Flórez