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EL ODIO FERROVIARIO

Como un barril rodando,
como un traje de buzo
a mi cuerpo pegado,
como el higo en conserva
se queda en mí
el odio trastornado
(como una hoja inmóvil
con suburbios de orugas
y pedradas).
Pronto
se cuentan
los días por barrotes,
los años
por sentencias
y hasta la misma luz
se cuenta por las sombras.
En el brasero transparente
del mediodía
apenas caen las horas, las peras
de una frutería derribada,
y la espuma
de la rabia
vuelve a inflar
su globo, tira
del cordel de la campana
para que suene
la ira
como cabellos arrancados.
Hay una fiera acuartelada
de cada vena,
de cada injusticia
salen cintas
y cintas
de historias humilladas.
Mas hay odios
estupendamente claros,
odios contra la muerte,
odios contra
los amos que condenan
a dieciséis años de cárcel
el valor ferroviario.
¿Cómo cerrar los ojos?
¿Cómo dejar
al hombrecillo que anote
en el registro:
«condenado a 16 años»?
Con un hierro
al rojo vivo
nos han sacado
los ojos,
nos han sacado
la madre.
Es el odio
en dos pies
que pone su mano
en nuestros hombros,
que pone su voz
en nuestros labios,
que empuja el amor y la alegría.
Es el odio sin lodo,
a ciencia cierta,
con su bocina
de trenes,
con su silbido
de hogueras.
Por la oscura ventanilla
la escoba
ríe de polvo,
el cigarro deja pronto
viuda a la ceniza,
«en el andén te espero»,
dice el novio,
y el sonido del humo
se tiñe
de esperanza.
Fogoneros del viento,
maquinistas sin edad,
orfeos que tañen
los rieles con dolor,
el odio ferroviario
es una mano solidaria,
la sopa hirviendo
que
        cae
                y
                    cae
                            desde una cárcel
                                                            a nuestro plato.

autógrafo

Juan Bañuelos


«El espejo humeante» (1968)

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