EL HOMBRE ENFRENTE
Con mi nombre a la altura del recuerdo
Inclinándome como un barco echado a pique,
no predico más que un amargo desahogo:
el agobio que horada el ojo muerto del planeta,
el rostro con que todos me conocen,
mi estricta condición de asalariado,
esta camisa, y esta lengua
que no descansa de lamer un pan.
Pero vamos por partes.
Mi vocación de mutilado,
y mi hambre y mi frío
son cosas viejas: la piel arrugada
del caimán.
Y son las sordas manadas de orugas
las que recuerdan contra el clamor del día
que no hay dolor en nuestra voz,
que hay un tambor de tímpanos en las dunas del viento,
que hay dientes y hay patadas y hay picas
en los repliegues de la sombra.
Ni un llanto más.
Pero vamos por partes.
Entre las piedras ásperass
los días de diciembre van dejando tendidos
perros momificados, moscas de negra estirpe
y borrachos que aún tienen lumbre en su cigarro.
Pero vamos por partes.
Un ruido de mandíbulas escucho
y en el barranco de las soledades
hablo de lo que nos sucede cada día.
Y confieso
que tiene varios años que no me compro un traje,
que mis hijas han estado creciendo,
que la renta y la fiebre,
que ya subió
de precio el día.
Esto es el colmo.
Para mentar la madre a rienda suelta.
Pero vamos por partes.
Éste es mi mal: omnisciente e ingenuo
busco un sol en la noche domada
(y este horror de sufrir y de ir
hacia el olvido).
Qué inmensa pesadilla de rostro fulminado
(y el limo y el receso y el esperma del agua).
Y ésta es mi fe: que amo la vida.
Juan Bañuelos