LA PUERTA
Era cierto que había un guardia en la Puerta,
pero la Puerta era invisible. En torno de la Puerta
no había muros ni hombres para guardarla.
A kilómetros a la redonda, ni en el Norte ni en el Sur,
ni en el Este ni en el Oeste ni en el Centro
había centinelas, torres de vigilancia, nada.
En el horizonte sin puertas ni paredes ni árboles
no se oían ruidos humanos ni animales.
Sólo se oía el silencio, un silencio de hierbas rastreras,
un silencio interior y exterior que atravesaba el llano
como un gemido de antaño, como un presente vacío,
como de algo inenarrable que está por suceder.
Lo cierto es que alguien le había dicho al guardia
que vigilara al hombre de la Puerta. Pero como él nunca
había visto al hombre de la Puerta, ni siquiera la Puerta,
llegó a sospechar que la Puerta era sólo el nombre
de un lugar, una abertura en el aire, un vano que iba
del suelo al cielo por el que nadie entraba ni salía.
Por la Puerta no se llegaba a la Zona del Silencio,
ni al pueblo de los ladrillos de oro, ni a los pasos
de la frontera ni a los caminos de la Sierra Madre
ni a un puerto atacado por los vientos.
Una extraña soledad untada a las piedras y a los cactos
recorría el paisaje que parecía balbucir algo.
De noche hacía frío. O un calor extremo.
O una oscuridad sin fondo semejante
a una oscuridad sin hombre.
Hasta que la Puerta, la dichosa Puerta,
que supuestamente no existía, que nadie había abierto,
de repente se abrió en todas partes al mismo tiempo.
Homero Aridjis