SONETO XLV
Lucinda, si me adviertes naufragante,
y lejos tanto de tu dulce puerto,
¿cómo culpas mi fe, si el paso incierto
estoy siguiendo de la suerte errante?
¿Quién puede de entre el piélago inconstante
oponerse del hado al desacierto,
o de áspid en las ondas encubierto
redimir la barquilla fluctuando?
Bien pudiera enjugar el Océano
mi ardiente amor, si ya del mar pudiera
dejarse combatir violenta alguna.
Mas ¿quién puede abatir la cumbre al llano,
las ondas amistar con la ribera,
ni oponerse al rigor de la fortuna?
Francisco de Trillo y Figueroa