SONETO XXXIII
No bien los rayos de sus luces bellas
la blanca aurora recordando había,
cuando a un valle profundo conducía
su rebaño Daliso y sus querellas.
Huella las flores porque un tiempo en ellas
a su Filida ingrata hallar solía,
pisando así de su esperanza fría
las que abrigaba amor frías centellas.
El curso de las horas, soñoliento,
el silencio frondoso de las ramas
solicitaba al son de su lamento.
«Filida, dice, ¿adónde estás? Mis llamas
alumbren ya ¡oh amor! el escarmiento,
o enmudece el ardor con que me inflamas».
Francisco de Trillo y Figueroa