FIGURA DEL LEÑADOR
I
El leñador oprime
su hacha y sale al campo.
El camino hacia el puerto tiene unas blancas torres,
jardines. Son extraños al pueblo.
Sin mirarlos avanza por el polvo extendido,
que el camino, desdeñando otras cercas,
sube en su propio polvo hacia la altura,
hacia el azul común que a todos unge.
Y él marcha. La sandalia,
unión del pie seguro con la tierra,
pone un paso,
luego otro, y aún otro, y asi muchos.
Entre las tiras bulle
el pie, en prieta corteza.
Los dedos se adelantan, casi córneos parecen,
y reciben en su punta las uñas
como un hueso ofensor,
indagador del mundo,
hostil a ruda marcha.
Así esa pierna avanza, no desnuda;
su materia está envuelta casi en sí misma: pana mucho
más que textil, casi piel solo,
rugosa allí latiendo;
abraza la rodilla, cruje al marchar con ella
y en el muslo hace el fuego: el de la sangre y músculos,
quemados bajo el sol, allí sobre esos páramos.
El sigue y ya ha torcido. El puerto está en lo alto.
La pana se termina en la cintura escueta:
rematada en la faja.
Signo rojo que inmóvil sujeta allí la vida,
partida en dos y enteriza pudiendo.
Entero el cuerpo sigue. Uno y valiente sigue,
y sube y sube. Con el hacha al hombro.
Después va la camisa, el tronco mismo que la lleva apenas.
Como es él, ella misma. Camisa o tierra seca que un rocío
o un sudor humedece.
Aún el pecho la abre, aún más, como
asomándose,
como materia lúcida, brillante en el esfuerzo,
fragor, vello o más sombras.
Ya casi está en la cima. El puerto se corona allí en las
cumbres.
Y en el cuello del hombre, irrumpido, el mentón
ásperamente avanza. Proa allí, y todavía
como un airón, arriba, aún más arriba,
el pelo hirsuto ondeante.
Como de un manotazo allí se implanta
el pelo que es cobrizo más que negro,
y que en la nieve rojo se antoja, y a una mata
o un tojo se asemeja.
El leñador completo a lo alto llega.
Allí a un lado está el bosque.
Bosque de robles que su mano dura
va a aclarar, y su acero.
II
Relámpago de pronto parecía.
De la tierra irrumpido. Como si ella se abriese,
y robusta se irguiese como una luz el hacha,
coronando al humano.
Hombre o rayo frenético, desnudo de cintura,
en zigzag ya trazado, rayo puro
abatiendo los árboles.
En las lomas el bosque es aún reciente. Unas décadas solo.
Matas quedan, arbustos, casi niñez de un bosque que sube en la ladera
hacia su cima fuerte.
Pero hay troncos potentes mezclados con más troncos,
masa enteriza arbórea que, poblada de pájaros silvestres,
canta y canta en estío.
Mezclados a otros cantos, cigarras fuertes, élitros
de duros grillos, brillos o sonidos nocturnos
que hace el bosque compacto.
Aunque se ven luciérnagas, luces suaves, amantes,
que en la soledad aguardan.
Pero el leñador llega, si es que no es hijo solo
de la tierra entreabierta.
Emerge y pronto arbóreo también, él se enardece;
sus dos ramas acrecen y brillan, ay: amenazan.
Repentino, no hermano, a un roble se le arrima,
un momento le imita, feraz, alto, rameante.
Pero pronto descarga.
¿Quién ha oído ese grito total que el bosque emite
cuando herido concreto por un tronco, vacila?
El leñador se multiplica, tiene,
no dos ramas, un ciento, un hirviente ramaje,
que un viento removiese, fragoroso, arrasado,
mientras aquellas sus ondeantes ramas
contra otras ramas hieren, derriban, ¡oh: se cumplen!
El leñador es hombre, no un árbol. Tiene el rostro,
sus ojos, su posible sonrisa, el cuello o sangre,
sus hombros golpeantes, sus brazos, sí, humanísimos.
Trabaja. El árbol nunca trabaja. Juan trabaja.
Y cuando ha puesto en tierra los troncos necesarios,
rehecho en su hermana forma —conciencia siempre viva— ,
depone el hierro, cae su brazo, y mira, y ahora
su piel enjuga, y lento su mano lleva al pecho.
Vicente Aleixandre