EL SOLITARIO
Una cargazón de menta sobre la espalda, sobre la caída
catarata del cielo, no me enseñará afanosamente a buscar
ese río último en que refrescar mi garganta.
(Giboso estás, caminando camino de lo descaminado, esperando que
los chopos esbeltos te acaricien la rencorosa memoria, mostrando la
plata nueva sin la corteza de ellos, hechos los ojos azules suspiro sin
humo que merodee. No, no crezcas doblándote como una ballesta
que atirante la interjección de los dientes ocultos, paladeando
la sombra de los pelos caídos sobre el rostro. No ocultes tus
malas pasiones, mientras buscas la linfa clara, inocente, final, en que
bañar tu feo cuerpo).
Aquí hay una sombra verde, aquí yo descansaría si
el peso de las reservas a mi espalda no impidiese a la luna salir con
gentileza, con aérea esbeltez, para quedar solo apoyada en una
punta, con los brazos extendidos sobre la noche. Pero me siento,
definitivamente me siento. Alardeo de barbas foscas y entremezclando
mis dedos y mis rencores evoco el vino rojo que acabo de dejar sobre
las pupilas dormidas de una muchacha. He aprovechado su sueño
para escaparme de puntillas, presumiendo que la madrugada sería
hermosa como un cuerpo desollado con jaspe, veteado de ágatas
transitorias. Solo me ha faltado, para que la hora quedase aún
más bella, hacerle unas estrías con mis uñas.
Déjame que me ría sencillamente lo mismo que un
cuentakilómetros de alquiler. No quiero especificar la
distancia. Pero no puedo por menos de reconocer que mis manos son
anchas, grandísimas, y que caben holgadamente cuatro filas de
desfilantes. Cuatro (sin recosidos) cintas de carretera. Pero
aquí no, las hay. Solo un prado verde recogido sobre sí
mismo, que me contiene a mí como un lunar impresentable. Soy la
mancha deshonesta que no puede enseñarse. Soy ese lunar en ese
feo sitio que no se nota bajo las palabras.
(Por eso estás esperando tú que te llegue la hora de
sacar la baraja. La hora de observar el brillo aceitado de la luna
sobre la cara redonda, cacheteada, de un rey arropado. Sobre los
terciopelos viejos una corona de lirismo haría el efecto de una
melancolía retrasada, de un cuento a la oreja de un anciano sin
memoria. Por eso se te ladean las intenciones. Por eso el rey
también sabe sesgar su espada de latón y conoce muy bien
que las cacerolas no humean bajo sus pies, pero hierven sobre las
ascuas, aromando los forros de guardarropía. Nos cuesta mucho la
seriedad de los bigotes y de las barbas trémulas bajo las lunas).
En vista de todo (¡la hora es tan propicia!), haré un
solitario, olvidándome de mi joroba. Por algo dicen que la
noche, cuando está acabándose, besa la espalda
apolínea. Por algo me he traído yo esta reserva de
sonrisas para saludar los minutos. Haré mi solitario. La baraja
está hoy como nunca. ¡Qué fluida y zigzagueante,
qué murmuradora, casi musical! Si la beso, pareceré un
disco de gramófono. Si la acaricio, no me podré perdonar
una sonata ruidosa, con un surtidor en el centro que caracolee casi en
la barbilla. Suspiraré como un fuelle dignísimo.
Empezaré mi solitario.
Cuatro reyes, cuatro ases, cuatro sotas hacen la felicidad de una mano,
arquean los lomos de las montañas, mientras el sol de papel de
plata amenaza con rasgarse sin ruido. Los reyes son esta bondad nativa,
conservada en alcohol, que hace que la corona recaiga sobre la oreja,
mientras el hombro protesta del abrigo de todo, del falso armiño
que hace cuadrada la figura. La mejilla vista al microscopio no invita
más que a la meditación de los accidentes y al
pensamiento de cómo lo esencial está cubierto de
púas para los labios de los hijos; de cómo la aspereza de
los párpados irrita la esclerótica hasta deformar el
mundo, incendiado de rojo, quemándose sin que nadie lo perciba.
Si los reyes soltasen ahora mismo la carcajada, yo me sentiría
ahora mismo aliviado de mi cargazón indeclinable. Y
recogería las coronas caídas para echarlas en el hogar
que no existe, dulce crepúsculo que dibujaría mi reino
con sus lenguas que el cartón alimentaría, apareciendo
las palabras que certificarían mi altura, los frutos que
están al alcance de la mano.
Pero aduzco mi as —¡qué hacer!— que antes de caer a
tierra, a su sitio, brilla de ópalo turbio, manejando su basto
sin asustar a los árboles. Lo pongo solo para que cumpla su
destino. Su verde es antiguo. Se ve que no es que haya retoñado,
sino que se quedó así recién nacido, con esa falsa
apariencia de juventud, mostrando sus yemas hinchadas en una
esterilidad enmascarada. Por más que las mujeres lo besen, esos
botones no echarán afirmaciones que se agiten en abanico. De
ninguna manera su copa acabará sosteniendo el cielo. Pero
tampoco tema la luna que su roma punta pueda herir la susceptibilidad
de su superficie. Sepultado bajo la grasa que borra las arrugas y
abrillanta su escondida calidad de yesca inusada, el as de bastos rueda
por los bolsillos sin poder silbar siquiera, ahogándose en la
ronquera opaca que no se percibe, entre las uñas negras de los
que murmuran.
Entre todos, finalmente, la señorita, la trémula, la
misma, sí, la insostenible sota nueva, recién venida, que
yo manejo y pongo en fila para completar. Finalmente, tengo ya mi
solitario. He aquí la última figura, que sostiene su
pecho con brocados para que las intenciones no rueden hasta el
césped y alarguen su figura, que se pueda clavar en la tierra
blanca como un rosal enfermo, donde los ojos no acabarían de
abrirse nunca, siempre de una rosa inminente bajo su azul empalidecido.
El cuello lento no podrá troncharse nunca por más que los
besos le lleguen. ¿Sucumbiré yo mismo? Acaso yo
pondré los labios sin miedo a la espina más honda, sin
miedo al fracaso de papel, que es el más barato de todos, el que
puede lograrse siempre, sin más que guardarse la carta para lo
último. Acaso yo terminaré echándome sobre la
tierra y cerrando los ojos, al lado de mi baraja extendida. ¡Oh
viento, viento, perdóname estas barbas de hierba, esta
húmeda pendiente que como un alud me sube hasta los ojos
cerrados! ¡Oh viento, viento, oréame como al heno,
písame sin que yo lo note! ¡Bárreme hasta
ensalzarme de ventura! ¿Por qué me preguntas en el
costado si la muerte es una contracción de la cintura?
¿Por qué tu brazo golpea el suelo como un látigo
redondo de carne? Ya los naipes no están. ¡Oh soledad de
los músculos! ¡Oh hueso cargetovetónico que se
levanta como los anillos de una serpiente monstruosa!
Vicente Aleixandre