HACIA EL AMOR SIN DESTINO
Siento el silencio como esa piedra blanca que resbala sobre el
corazón de las madres, y no tengo fuerzas más que para
perdonaros a todos el mal que me habéis hecho, sin ignorarlo,
con la forma de vuestra sombra cuando pasabais.
Sois todos tan claros, transparentes como la yedra, y yo puedo uno a
uno prescindir de mis sentimientos, que no me hacen ya cosquillas con
ese cono doloroso que me he quitado de los ojos. La avispa dulce, la
sin igual dulzura que apagaba la luz bajo la carne cuando daba la
sensación del dolor dispensando la muerte, ese minuto
tránsito que consiste en firmar con agua sobre una cuartilla,
blanca, aprovechando el instante en que el corazón retrocede.
Es tarde para pensarlo. Siempre esta sensación de tardanza ha
dado lugar a que creciese una rosa sobre un hombro, a que un labio
volase sin oírse, a que tu realidad viva se desvaneciese como un
aire que se eleva.
La caduca forma del papel sobre el que se apoya tiernamente Sa mejilla
no engaña, suspira y no responde, oculta la armazón de
sus huesos, la instantánea mariposa de níquel que late
bajo su superficie encerada. No me preguntes más. Descansa.
Evoca la salvación de las manos, ese esmerado vuelo en que la
arribada está prevista a unos montes de terciopelo, donde los
ojos podrán al cabo presenciar un paisaje caliente, una sueve
transición que consiste en musitar un nombre en el oído
mientras se olvida que el cielo es siempre el mismo.
Duerme, muchacha. Aguza la calidad de tus uñas, mientras se
embota la sensibilidad de tu pecho distraído en convertirse en
una bahía limitada, en una respiración con fronteras a la
que no le ha de sorprender la luna nueva.
Tienes un rostro abandonado. Esa laxitud no es la de tus miembros. Esa
quietud que proclama con su signo la vigencia del día es una
pura mentira que se evade, que no puede irse y que acaba
convirtiéndose en vegetal. No permanezcas, crece pronto. No me
mientas una lágrima de mercurio que horade la tierra y se
estanque, que no acierte a buscar la raíz y se contente con los
labios, con esa dolorosa saliva que resbala y que me está
quemando mis manos con su historia, con su brillo de cara reinventada
para morir en el arroyo que ignoro entre las ingles.
Vicente Aleixandre