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FUGA A CABALLO

Hemos mentido. Hemos una y otra vez mentido siempre. Cuando hemos caído de espalda sobre una extorsión de luz, sobre un fuego de lana burda mal parada de sueño. Cuando hemos abierto los ojos y preguntado qué tal mañana hacía. Guando hemos estrechado la cintura, besado aquel pecho y, vuelta la cabeza, hemos adorado el plomo de una tarde muy triste. Cuando por primera vez hemos desconocido eí rojo de los labios.

Todo es mentira. Soy mentira yo mismo, que me yergo a caballo en un naipe de broma y que juro que la pluma, esta gallardía que flota en mis vientos del Norte, es una sequedad que abrillanta los dientes, que pulimenta las encías. Es mentira que yo te ame. Es mentira que yo te odie. Es mentira que yo tenga la baraja entera y que el abanico de fuerza respete al abrirse el color de mis ojos.

¡Qué hambre de poder! ¡Qué hambre de locuacidad y de fuerza abofeteando duramente esta silenciosa caída de la tarde, que opone la mejilla más pálida, como disimulando la muerte que se anuncia, como evocando un cuento para dormir! ¡No quiero! ¡No tengo sueño! Tengo hartura de sorderas y de luces, de tristes acordeones secundarios y de raptos de madera para acabar con las institutrices. Tengo miedo de quedarme con la cabeza colgando sobre el pecho como una gota y que la sequedad del cielo me decapite definitivamente. Tengo miedo de evaporarme como un colchón de nubes, como una risa lateral que desgarra el lóbulo de la oreja. Tengo pánico a no ser, a que tú me golpees: «¡Eh, tú, Fulano!», y yo te responda tosiendo, cantando, señalando con el índice, con el pulgar, con el meñique, los cuatro horizontes que no me tocan (que me dardean), que me repiten en redondo.

Tengo miedo, escucha, escucha, que una mujer, una sombra, una pala, me recoja muy negra, muy de terciopelo y de acero caído, y me diga: «Te nombro. Te nombro y te hago. Te venzo y te lanzo». Y alzando sus ojos con un viaje de brazos y un envío de tierra, me deje arriba, clavado en la punta del berbiquí más burlón, ese taladrante resquemor que me corroe los ojos, abatiéndome sobre los hombros todas las lástimas de mi garganta. Esa bisbiseante punta brillante que ha horadado el azul más ingenuo para que la carne inocente quede expuesta a la rechifla de los corazones de badana, a esos fumadores empedernidos que no saben que la sangre gotea como el humo.

¡Ah, pero no será! ¡Caballo de copas! ¡Caballo de espadas! ¡Caballo de bastos! ¡Huyamos! Alcancemos el escalón de los trapos, ese castillo exterior qué malvende las caricias más lentas, que besa los pies borrando las huellas del camino. ¡Tomadme en vuestros lomos, espadas del instante, burbuja de naipe, descarriada carta sobre la mesa! ¡Tomadme! Envolvedme en la capa más roja, en ese vuelo de vuestros tendones, y conducidme a otro reino, a la heroica capacidad de amar, a la bella guarda de todas las cajas, a los dados silvestres que se sienten en los dedos tristísimos cuando las rosas naufragan junto al puente tendido de la salvación. Cuando ya no hay remedio.

Si me muero, dejadme. No me cantéis. Enterradme envuelto en la baraja que dejo, en ese bello tesoro que sabrá pulsarme como una mano imponente. Sonaré como un perfume del fondo, muy grave. Me levantaré hasta los oídos, y desde allí, hecho pura vegetación me desmentiré a mí mismo, deshaciendo mi historia, mi trazado, hasta dar en la boca entreabierta, en el Sueño que sorbe sin límites y que, como una careta de cartón, me tragará sin toserse.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«Pasión de la Tierra» (1928-1929)
III


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