DEL COLOR DE LA NADA
Se han entrado ahora mismo una a una las luces del verano, sin que
nadie sospeche el color de sus manos. Cuando las almas quietas
olvidaban la música callada, cuando la severidad de las cosas
consistía en un frío color de otro día. No se
reconocían los ojos equidistantes, ni los pechos se
henchían con ansia de saberlo. Todo estaba en el fondo del aire
con la misma serenidad con que las muchachas vestidas andan tendidas
por el suelo imitando graciosamente al arroyo. Pero nadie moja su piel,
porque todos saben que el sol da notas al.tas, tan altas que los
corazones se hacen cárdenos y los labios de oro, y los bordes de
los vestidos florecen todos de florecillas moradas. En las coyunturas
de los brazos duelen unos niños pequeños como yemas. Y
hay quien llora lágrimas del color de la ira. Pero solo por
equivocación, porque lo que hay que llorar son todas esas
soñolientas caricias que al borde de los lagrimales esperan solo
que la tarde caiga para rodar al estanque, al cielo de otro plomo que
no nota las puntas de las manos por fina que la piel se haga al tacto,
al amor que está invadiendo con la noche.
Pero todos callaban. Sentados como siempre en el límite de las
sillas, húmedas las paredes y prontas a secarse tan pronto como
sonase la voz del zapato más antiguo, las cabezas todas
vacilaban entre las ondas de azúcar, de viento, de
pájaros invisibles que estaban saliendo de los oídos
virginales. De todos aquellos seres de palo. Quería existir un
denso crecimiento de nadas palpitantes, y el ritmo de la sangre
golpeaba sobre la ventana pidiendo al azul del cielo un rompimiento de
esperanza. Las mujeres de encaje yacían en sus asientos,
despedidas de su forma primera. Y se ignoraba todo, hasta el
número de los senos ausentes. Pero los hombres no cantaban.
Inútil que cabezas de níquel brillasen a cuatro metros
sobre el suelo, sin alas, animando con sus miradas de ácidos el
muerto calor de las lenguas insensibles. Inútil que los
maniquíes derramados ofreciesen, ellos, su desnudez al aire
circundante, ávido de sus respuestas. Los hombres no
sabían cuándo acabaría el mundo. Ni siquiera
conocían el área de su cuarto, ni tan siquiera si sus
dedos servirían para hacer el signo de la cruz. Se iban ahogando
las paredes. Se veía venir el minuto en que los ojos, salidos de
su esfera, acabarían brillando como puntos de dolor, con peligro
de atravesarse en las gargantas. Se adivinaba la certidumbre de que las
montañas acabarían reuniéndose fatalmente, sin que
pudieran impedirlo las manos de todos los niños de la tierra. El
día en que se aplastaría la existencia como un huevo
vacío que acabamos de sacarnos de la boca, ante el estupor de
las aves pasajeras.
Ni un grito. Ni una lluvia de ceniza. Ni tan solo un dedo de Dios para
saber que está frío. La nada es un cuento de infancia que
se pone blanco cuando le falta el respiro. Cuando ha llegado el
instante de comprender que la sangre no existe. Que si me abro una vena
puedo escribir con su tiza parada: «En los bolsillos
vacíos no pretendáis encontrar un silencio».
Vicente Aleixandre