EL CRIMEN O IMPOSIBLE
Qué hermoso este primer día del invierno, más
negro que el azul de mis ojos! Oscuro, presintiendo la madriguera
inmensa donde se agitan los cuerpos desceñidos, los que, si
fueron agua o linfa o sueño corredizo, son hoy ya quieto espejo
para sombra, para el aire parado que está húmedo.
Del cielo no desciende aquel inmenso brazo prometido, aquel celeste
resultado que al cabo consentiría a la tierra un equilibrio
caliente sobre su coyuntura nueva. Calor de Dios. No correrá la
sangre como está haciendo falta, no arrasará la realidad
sedienta, que se deja llevar sabiendo de qué labios ya
exangües manó aquel aluvión sanguinolento, aquel
color, no de ira, que puso espantos de oro en las mejillas blancas de
los hombres; que al cabo permitió que las lenguas se desliasen
de los troncos de árboles, de aquella verde herrumbre que
había alimentado el musgo por los pechos. Aquellos ojos ciegos
cubiertos por una fina capa de tierra casi en polvo. Pero no se
conseguirá nunca, por más que así cantemos, ese
frescor sobre las lenguas vírgenes, ese saber que el día
no desecará la forma de nuestros cuerpos existentes.
Echado aquí por tierra, lo mismo que ese silencio que nadie
está notando, yo espío la palabra que circula, la que yo
sé que un día tomará la forma de mi
corazón. La que precisamente todo ignora que florecerá en
mi pecho. Si beso la corteza de la tierra, si os miro, no
derraméis más lágrimas fundidas porque no se me ve
ese halo por los labios, ese resplandor que todos esperabais que al
cabo me consumiera, dejándome convertido en un proyecto
abandonado. Porque no tengo memoria. Porque no me acuerdo si el
día es antes que la noche, o si la luz me sale humildemente de
la axila, queriendo ser perdonada, queriendo deslizarse en el
plumón de los mil pájaros a que he dado salida sin
necesidad de llamarlos por su nombre, sin más que comprender que
el calor de las mejillas no puede propagarse y que hay que dejar
perderlo abiertamente por los horizontes. Estrella de mi mando, de mi
deseo, que me perdona que yo tenga los ojos cerrados, que renuncie a
saber de qué color nacerá el día de mañana.
Porque el misterio no puede encerrarse en una cáscara de huevo,
no puede saberse por más que io besemos diciendo las palabras
expresivas, aquellas que me han nacido en la frente cuando el
sueño.
¡Si vierais que este clamor confuso no es mío! Todo por
culpa de un cabello rubio, de una piedra imantada que tengo encerrada
en esta mano. Acariciar el níquel, acariciar la sombra, el
brillo o la ignominia, la preciosa ceguedad de no preguntar por el
camino; acariciar al cabo la respuesta, justamente cuando acaba de ser
pronunciada, cuando aún lleva la forma de los dientes... Por
eso, no quiero vestirme. He comprendido que no se desea mi muerte, que
un proyectil disparado acaba siempre tomando la forma de un
niño, de un infante que aterriza y que acaricia el verde
soñoliento, con la misma inocencia con que el puñal
pregunta el nombre de las vísceras que besa.
Vicente Aleixandre