PODRÍAMOS HABERNOS SIDO INFIELES, POR FIN ME DIJO.
Después respiró un poquito, y entonces yo pensé que tras sus ojos
había habido siempre unos curiosos lagos hechos de silencios y de patos.
Lo de patos —que es tan vulgar— no sé bien a demonio de qué me vino,
pero me hizo gracia imaginármelos simpáticos y limpios
mientras iban del agua al cielo, del cielo al agua, otra vez
y viceversa, extraños, muy dulces niños.
Acabado el respiro se acordó del café y lo miró sin ruido.
—Sí, tendríamos que habernos sido quizá infieles,
tú podrías, no sé, haber variado más, haberte divertido;
yo hubiera aprendido a que no importara,
e igual todo habría sido distinto, otra vez dijo.
Esto me recordó una triste canción de radio
que se oía mucho hará unos dos años.
Por lo que respecta a las lágrimas, fingí mejor
desconocer que existían. (Yo nunca llevo pañuelo,
y esto es lo que debe ofrecerse según las películas).
Después todo terminó deprisa, a mí se me hizo de pronto tarde
y me apliqué a representar el papel de otra escena en seguida.
—Los finales no son ciertos, jamás terminan, me había dicho.
Como eso me pareció cierto, tuve miedo o tuve frío.
Me apliqué —ya digo— a urdir otra escena
que no oliera tantísimo a domingo.
Debí contarle en ella alegrías falsas, esperanzas absurdas
e imprecisas, no lo sé bien, cualquier mentira.
“Los finales no son ciertos, jamás terminan”.
Y yo debí de hablarle de libros o de antiguas lluvias
entre bromas de cariño o niño. Porque los finales no son ciertos,
jamás terminan, pero yo no sabía ya cómo decirle
que no recordaba quién me quiso.
Santiago Montobbio