LA GIGANTA
I
Es un monstruo que me turba. Ojo glauco y enemigo
como el vidrio de una rada con hondura que, por poca,
amenaza los bajeles con las uñas de la roca.
La nariz resulta grácil y aseméjase a un gran higo.
La guedeja blonda y cruda y sujeta, como el trigo
en el haz. Fresca y brillante y rojísima la boca,
en su trazo enorme y burdo y en su risa eterna y loca.
Una barba con hoyuelo como un vientre con ombligo.
Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo,
pero enérgicas y altivas en su mole y en su peso,
aunque inquietas como gozques escondidos en el sayo.
En la mano, linda en forma, vello rubio y ralo y tieso
cuyos ápices fulguran como chispas, en el rayo
matinal que les aplica fuego móvil con un beso.
II
¡Cuáles piernas! Dos columnas de capricho, bien labradas,
que de púas amarillas resplandecen espinosas
en un pórfido que finge la vergüenza de las rosas
por estar desnudo a trechos ante lúbricas miradas.
Albos pies que con eximias apariencias azuladas
tienen corte fino y puro. Merecieran dignas cosas.
En la Hélade soberbia las envidias de las diosas
o a los templos de Afrodita engreír mesas y gradas.
¡Qué primores! Me seducen y al encéfalo prendidos,
me los llevo en una imagen, con la luz que los proyecta
y el designio de guardarlos de accidentes y de olvidos.
Y con métrica hipertrofia, no al azar del gusto electa,
marco y fijo en un apunte la impresión de mis sentidos,
a presencia de la torre mujeril que los afecta.
Salvador Díaz Mirón