EL ÚLTIMO CANTO DE NERÓN
(A Miguel A. Pasquale)
El filósofo heleno, que rodeado
de sus fieles discípulos, moría,
no es más grande que yo: yo también muero
con las pimpleas musas a mi lado,
que enlazan, al mirarme en agonía,
sus rosas de oro a mi laurel de acero.
Mis lumínicas sienes, que guirnalda
de dáfnico laurel lucen no en vano,
se orlan así con las purpúreas rosas
que me traen las musas en su falda,
y que entretejen con la docta mano
con que hieren sus liras armoniosas.
Agonizo de amor. Ya veis que muero,
ya veis que presto moriré: no importa
Minutos antes de lanzarme altivo
a la callada tumba, cantar quiero
el propio mal que mi existencia corta.
Si cantando viví, cantando muero.
Por fuerza he de morir, ya que por fuerza
viví también. La desbocada turba,
que luego ha de llegar, querrá en su ira
estrangularme: ¡que su rumbo tuerza;
aquí viene demás! Su voz conturba
las suaves notas de mi dulce lira.
Antes que profanado mi arte sea
por la turba mendaz, que ayer mi gloria
y hoy a los vientos mi baldón vocea;
antes que uno de mis versos de oro
mezcle su brillo a la menguada escoria
de fementida turba sin decoro;
antes que rompa con infando grito
la música tranquila de mis versos,
que reflejan la paz de lo infinito
en el cristal de sus .acordes tersos;
antes que intente sonreír impía
del misterioso encanto de mis notas,
han de saltar bajo la mano mía,
que el timón tuerce a los seguros puertos,
las siete cuerdas de mi lira rotas,
los treinta abriles de mi vida muertos.
Soy a la vez que emperador romano,
artista y soñador. La turba infame,
que es vil lebrel para lamer la mano,
es a veces también como el oceano
que ruge fiero y las orillas llame.
Sé que viene hacia mí, como la ola:
arena soy; estallará en espuma;
me arrastrará tal vez; y cuando en vano
sueñe entregarse a los placeres sola,
sentirá el yugo que otra vez la abruma,
¡y estará sin artista y con tirano!
Poeta antes que César, mi corona
es de eterno laurel: soy el ungido
que de los dioses el elogio entona,
y recibe de mano de los dioses
única lira.
¡Apolo: yo te pido
que me dejes cantar, mientras reposes!...
La voz de Apolo apenas si podría
igualar de mi voz la euritmia grave,
y el justo son, y el ágil maestría:
temo así que la turba espante el eco
de mi voz blanda, como el trueno al ave.
Llena es su voz y mi cantar es hueco:
mi cantar es la forma esbelta y pura,
que de rítmicas pompas se rodea,
y que no precia ser en su estructura
mágico estuche de inmortal idea.
¿Idea para qué? La forma es todo.
Tengo en el mármol mi inviolable norma:
requiere ideas el humano lodo;
pero al mármol le basta con la forma.
La forma es todo: la beldad en ella
está, al contacto de la idea, extraña.
El ferrado titán de la montaña
supo esconder la celestial centella
en el hueco también de frágil caña.
¡Venus no es sabia, pero siempre es bella!
Fue la belleza mi ideal. Collares
de perlas, que ensartaba hilo sonoro,
parecían los férvidos cantares
que desataba, entre mis copas de oro
de la inútil belleza en los altares.
Belleza fue lo que buscó mi anhelo
en el capricho de las iras locas:
sembrar rosas de sangre por el suelo,
ver el espanto en las abiertas bocas,
oír el grito de la carne herida,
sentir el choque de la lucha fuerte,
distraer el cansancio de la vida
con novedades trágicas de muerte,
depurar el placer de todo hastío
en inédito amor nunca explorado,
desviar las aguas del eterno río
y buscar nuevos cauces al pecado;
ese el afán poético, ese el mío,
cuidando siempre de estampar el sello
de originalidad al desvarío.
¡Loado sea el mal, si el mal es bellol
Ya no recuerda la rebelde turba,
que hoy desata las nubes de su ira,
cómo ayer me juzgó su dueño amado.
Hoy con su insulto la mansión conturba
donde ayer a los sones de mi lira,
danzaba alegremente y sin cuidado.
¿Cuál será la verdad, cuál la mentira:
el odio nuevo o el amor pasado?
¿Quién me enseñó a matar? Con mano pura,
jamás acostumbrada a los castigos,
tírmé de muerte la primer sentencia;
el vértigo de sangre y de locura
vino después. Los fieros enemigos
acusaron de blanda a mi conciencia.
¿Y quién responde, quién, de que al empuje
del negro vendaval la torre erguida,
que por el peso de sí misma cruje,
en vano luche, y ruede hecha pedazos
para siempre jamás? ¡Así mi vida!
La sangre pide sangre: entre sus brazos
me arrulló el pueblo sanguinario; y ciego,
ciego, ciego de amor, rompí los lazos
y fui a quemar mis alas en su fuego.
Recuerdo aún el crimen, que es el toque
de más alto carmín en mi delirio:
¡Agripina!
Su nombre es como el choque
de un arma en el combate: es un meteoro,
que ensangrienta la noche del martirio.
Era mi madre. ¿Y la maté?... Lo ignoro.
¿Es culpable el puñal que abre la herida,
o lo es la mano que lo oprime y blande?
Esos que huyeron ya, los mis amigos,
pusieron una valla con su vida
a mi grandeza... ¡y decidí ser grande!
Luego... quise mirarla, sin testigos,
muerta ya, maldiciendo en mi conciencia
que obstáculo y baldón se hubiera hecho
de mi existencia quien me dio existencia:
pude darle mi amor, no mi derecho.
¿Para qué verla así? Para que a solas
el propio mar, que arrebató la arena
en la épica furia de sus olas,
la llorara con lágrimas de pena.
El velo levanté: la vi dormida.
¡Oh blanca desnudez! En su hermosura
ostentábase pálida y sin vida,
como una praxitélica escultura:
y rígido quedé, tal como un muerto,
gozando, en actitud sobrecogida,
de sus líricas formas el concierto.
¿Qué tiempo quedé así? Fue como un siglo.
Enarcadas mis alas de poeta,
Escondidas mis garras de vestiglo,
volando me lancé: la lira de oro,
en el lejo palacio, ansiaba inquieta
romper quizás en cántico sonoro.
¡Y cantar quise! La belleza pura
de esa yerta mujer nubló mi vista.
¡Si yo hubiera sabido su hermosura,
la hubiera respetado como artista!
Hui lejos, hui, tal como fuga
tímida estrella cuando Phebo nace:
saltó en mi frente la primera arruga,
verde cana brotó en mi cabellera:
y Iloré cual la nieve se deshace
en torrentes que inundan la pradera.
Tal llorara la muerte de una diosa:
¡y es que mi ánima estaba arrepentida
de haber robado el soplo de la vida
a esa mujer como ninguna hermosa!
Hui, lejos, hui...
Cuando mi duelo
calmose al fin y regresé a mis lares,
saludáronme, en fiestas de consuelo,
las frentes abatidas hasta el suelo,
las lenguas desatadas en cantares.
Como hoja seca en alas de la brisa,
arrastrose a mis pies la turba loca.
¡Y entonces, —era justo—, una sonrisa
de supremo desdén jugó en mi boca!
Oigo el tumulto ya: piafan caballos.
Oigo ya el trote de los rudos callos.
¡Oh dicha, si en mis cánticos triunfales
se ajustara al acento de mi lira,
el ritmo de los cascos musicales!
Ya se acerca la turba que delira.
Oigo el tumulto ya... Si he visto a Roma
al gorgóneo fulgor de un gran incendio,
hallarla supe semejanza acaso
con la homérica Ilión que se desploma,
entre el irrespetuoso vilipendio
de una ancha nube sobre un sol de ocaso.
Hoy la escucho tronar, tal como el ciego
Melesígenes canta en su poema
a los ruidosos carros, que entre el fuego
de Ilión rodaban, cual tonantes olas,
que prorrumpen en gritos de anatema
al reventar sobre las playas solas.
Tiempo es ya de morir, ¡Démonos prisa!
Lanza, lanza, por fin, tu último acento,
lira polifonética, que al viento
ora das un lamento, ora una risa,
ora das una risa, ora un lamento.
Ya que el esclavo resistió cobarde
a matarme, yo quiero con mi mano
hacer de gloria el postrimer alarde,
hundiéndome el puñal en la garganta,
¡nudo de vida que en el cuerpo humano
tiene mi preferencia... porque canta!
¡Cómo atruena el tumulto! ¡El puña! venga!
El puñal... ¡Bien! Ya estoy... Ya estoy herido.
Que mientras una musa me sostenga,
las otras canten... ¡A cantar! Lo pido...
Mientras el coro de las musas cante,
a un solo golpe desplomarme quiero,
sin que un gesto contraiga mi semblante,
ni entre mis labios se retuerza un grito:
¡Presto, musas, llegad! Porque me muero...
me muero... No me muero: ¡resucito!
José Santos Chocano