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EL FIN DE SATÁN

(A don Gaspar Núñez de Arce)

La noche de los siglos envolvía,
en su mortaja negra, el palpitante
cadáver de la Tierra. Un siglo haría,
un solo siglo: apenas un instante.

A las plantas de Dios, el caos profundo,
sin presente, pasado, ni mañana;
ante Dios, el cadáver de este mundo;
y entre Él y el mundo, la Conciencia humana.

Ya Dios había, como juez eterno,
vibrado la palabra postrimera;
y, en el fuego elocuente del Infierno,
sentía ya la turba pecadora
la desesperación de su ceguera,
sin fe de sol, ni caridad de aurora...

Todo estaba acabado.
Volvió Dios su magnífico semblante
hacia el cielo distante
y lo mostró a los héroes del pecado,
que, firmes a los vicios tentadores,
se mantuvieron a su diestro lado,
como si fueran las electas flores
del árbol de Jesús crucificado...

Y luego el cielo abriose.
                                          Pero antes
de entrar en él, los buenos, como buenos
que eran al fin, oyeron los distantes
alaridos de horror, ayes de truenos,
con que hablaban a Dios los pecadores,
desde el Infierno, — donde el alma era
amartillado yunque de dolores;
la idea, noche; y el deseo, hoguera.

¡Que inefable inquietud púsoles freno,
los detuvo en mitad de su victoria;
los hizo vacilar...! ¡Cómo! ¿Era el Bueno,
el que les iba a dispensar la gloria,
el que les daba cumbre a la esperanza
y les ceñía aureolas de ventura,
el mismo que con hambre de venganza,
devoraba a su propia criatura...?

—¡Tened piedad, Señor! Piedad con ellos.
Si esta alma es como Vos, su alma es como ésta.
¿Su sombra opacará vuestros destellos?
Entonces perdonadlos sin tardanza,
para que así sus voces de protesta
no turben nuestras voces de alabanza!—

Y el buen Dios dijo: —¡Sí!
                                            Más luz que el grito
del fíat  aquel, al comenzar los mundos,
prodigó este perdón en lo infinito:
irradiaron los cóncavos profundos;
se iluminaron las esferas vivas;
y, de la ciega noche en el desierto,
saltaron las estrellas pensativas
y se inclinaron sobre el mundo muerto...

Entonces pensó Dios —¡y fue qué hermoso
pensamiento el de Dios!— romper la fiera
condena de Satán. ¡Sí! Que volviera
a su lado él también; él, victorioso,
redimido y feliz; lo mismo que antes
de la caída lóbrega; lo mismo
que cuando acarició las delirantes
ambiciones rebeldes del abismo...

Dios tenía que ser mejor que el hombre:
el hombre intercedía por su hermano.
¿Cómo iba el Bueno a desmentir su nombre?
Dios quiso perdonar; porque en su mano
sentaban mal los rayos del castigo,
dignos sólo del Júpiter pagano...
¡Y pensó en perdonar a su enemigo!

Cual surge, con estrépito de trueno,
de entre la nube el rayo tempestuoso,
aparece Satán: se alza ante el Bueno,
a la boca del antro. Está sereno:
¡casi puede pensarse que está hermoso!

¿Cómo Dios pudo someterlo a tanto?
¿Cómo impuso tan bárbara cadena
a su ángel más querido? Seco el llanto,
árido el corazón, mudo el quebranto,
Satán sufrió con la rebelde gloria
de un reo superior a su condena;
¡de un héroe superior a la victoria!

¡Ah! Siempre Dios es bueno... Lo perdona
al sucumbir la Tierra: Satán siente,
del peso abrumador de su corona,
por fin ya libre la orgullosa frente...
Y Dios es bueno así; que en Él se encierra
del cristiano perdón la eterna fuente...
Al fln, Satán su bárbaro tormento
sufrió toda la vida de la Tierra;
pero toda esa vida fue un momento!

—Ha llegado —le dice Dios— el día
en que abandones tu mansión sombría
y vuelvas a mi lado,
si es que te hallas al fln purificado,
si es que te sientes ángel todavía!
Pero antes, di. Satán, dime ¿qué has hecho
que pudiera valerte ante mis ojos?
Yo mismo he disipado mis enojos;
tú provocas mi amor...
                                          —Tengo derecho
a tu amor, si amas al linaje humano;
porque yo fui, Señor —Satán exclama—
el que lo hizo pecar, pero no en vano:
el que le enseñó a amar ¡por mí es que ama!
el que la fruta le brindó prohibida,
y le encendió la misteriosa llama
que le alumbró las sendas de la vida.
¡Por mí es grande! ¡Por mí buscó la esencia
del eterno poder! Mío fue el grito
que lo empujó con rumbo a lo inflnito,
sobre los huracanes de la Ciencia!...

—¡Basta! —díjole Dios—. Tienes derecho
a mi amor otra vez. Estás salvado:
que si perdono al hombre porque ha amado,
¡yo te perdono porque amar le has hecho!—

Satán no lo escuchó. Fijos los ojos
en el cadáver de la Tierra, hablaba
y hablaba sin cesar: ni un solo punto
se interrumpió. Los últimos despojos
del planeta difunto
se estremecían, mientras ól gritaba!
—¡Basta! —repitió Dios.

                                          Satán seguía;
y Dios lo apostrofó breves instantes:
al golpe de los verbos fulgurantes,
raro placer el Reprobo sentía
como si lo apedrearan con diamantes!...
—¡Basta! —concluyó Dios.

                                              Satán entonces
cesó de hablar; y de su voz los ecos
vibraron cual las quejas de los bronces,
de los abismos en los sordos huecos...
Y vio a Dios, y lloró: fue un tiempo largo.
Lloró, lloró; y llorando, de rodillas
cayó ante Dios. ¡Y fue un torrente amargo
el que se despeñó por sus mejillas!

De súbito fijando la mirada
en la humana Conciencia, que se erguía
a la diestra de Dios sin decir nada,
muda, impasible, indiferente y fría,
lanzó una atronadora carcajada!
— ¿Por qué ríes así? —Dios le interroga;
y él le dice: —¡Es que sufro todavía!—
Y lo pregona en la extensión sombría
con voz de carcajada que se ahoga...

Dios entonces lo atrajo nuevamente;
y, enseñándole el cielo prometido,
lo transformó en ángel: en la frente
le estampó un beso de perdón y olvido.

Bero Satán, ya de ángel, a la puerta
del mismo cielo, al verse redimido,
pobló otra vez con espantoso ruido
de carcajada la extensión desierta,
cual una tempestad hecha quejido!
    Dios lo llamó otra vez.

                                        Pero, en su espanto,
él se escapó: fugó despavorido,
como una sombra al resplandor de un foco:

Dios vertió entonces generoso llanto...

¡Tanto había sufrido, tanto, tanto,
que el pobre Satanás se volvió loco!

1889.

autógrafo

José Santos Chocano


«Selva virgen» (1898)

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