SIESTA
¡Oh placer musulmán! Dulce tristeza
me convida a soñar, en suave lecho;
y, tendido en el campo, la cabeza
voy inclinando blandamente al pecho.
El párpado, que salta al menor ruido,
va cayendo y cayendo poco a poco:
todo lo miro vago, entredormido;
y al fin el pecho con la barba toco.
¡Qué suave laxitud! En mis soberbios
cánticos de pasión soñando apenas,
voy estirando mis malditos nervios,
como el mar que se estira en las arenas.
¡En cuánto pienso! La dorada cima,
al gran beso del sol, piérdese lejos;
y oigo del campo la solemne rima:
y me hundo de esa rima en los reflejos...
¡Oh música! ¡Oh señora de los mundos!
Tú que adivinas, al primer acento,
lo que dicen los báratros profundos,
lo que murmura el bosque y habla el viento!
Todo en el valle con amor se esfuma
bajo enorme y opaca sinfonía...
Reina el sol; ¡y es por eso que la bruma
se ha refugiado entre la mente mía!
Y de la bruma, envuelta en los deshechos,
el fantástico son de arpas eolias,
va surgiendo mi amada con sus pechos
blancos y puros como dos magnolias!
¡Oh placer musulmán! ¡Dulce tibieza!
¡No entrabéis más la mente atolondrada:
justo es que se levante la cabeza
cuando se piense en la mujer amada!
¡Árbol que me ofreciste lecho y sombra,
recibe del poeta los cantares:
de tus hojas caldas, en la alfombra,
han dormido un momento mis pesares!
Y ya que vuelvo, enfurecido y bronco,
a la obligada lucha de los hombres,
quiero estampar sobre tu duro tronco,
entrelazados con amor dos nombres.
Si una mano después osa el ultraje
de arrancarte esos nombres en pedazos,
tú crispándote en cólera salvaje
los debes defender... ¡con tus cien brazos!
José Santos Chocano