LA CARAVANA DEL SULTÁN
Por la monótona llanura,
se va tendiendo largamente la caravana del Sultán.
La soldadesca
marcha al son firme y expresivo de la corneta y el timbal.
Camellos, potros, mulos siguen
por la llanura desolada que el sol azota sin piedad.
Las armas brillan, las arenas
brillan también: todo relumbra bajo la cólera de Alah;
y en la radiante lejanía,
entre abanicos de palmeras, yergue sus torres la ciudad.
Por la monótona llanura,
se va tendiendo largamente la caravana del Sultán.
En la llanura hace un instante
que hasta un millar
de blancas tiendas se plegaron
como en un haz,
a la manera de una banda
de albas palomas que se lanzasen a volar.
La ciudad bulle mientras tanto,
como colmena estremecida por el secreto de un afán:
en los portales herrumbrosos,
en las ventanas que parecen bocas que ríen sin cesar,
en las vetustas azoteas,
mujeres, niños, viejos lucen una febril curiosidad;
y por las calles, agolpadas
las gentes corren hacia el campo por donde anuncian que vendrán...
y las miradas
sólo adivinan una nube que cada vez se ensancha más.
Por la monótona llanura,
se va tendiendo largamente la caravana del Sultán.
Delante marchan los soldados
con uniforme rojo y verde y en un tumulto singular:
en sus pestañas brilla el polvo de las fatigas del camino
y su mirada es siempre audaz;
bajo sus pies el suelo tiembla;
y en sus espaldas que se encorvan gravita el peso de otra Edad.
Enronquecidos y entusiastas,
cantan a veces en un coro sin armonía ni compás;
y siguen siguen
en un avance que parece lleno de un ímpetu marcial.
Innumerables caballeros
vienen detrás,
entre nevados albornoces
y sobre potros cuyas crines no se fatigan de silbar.
¡Salve a los potros del Desierto!
Hijos del viento, de ancho tórax, ancas de molde escultural
y finos cascos: cuando pasan en el delirio de un galope,
los acarician las arenas y los saluda el huracán
Los caballeros se afianzan
en los estribos; con la espuela frotan a veces el ijar;
y en la siniestra el freno empuñan
con una olímpica elegancia digna de un cántico triunfal.
El Sol palpita en los arneses y en el acero de las armas.
El polvo sube en torbellino. La marcha sigue sin cesar.
Por la monótona llanura,
se va tendiendo largamente la caravana del Sultán.
Cajas, trompetas, atabales y dulzainas melodiosas
llenan el aire de una música á la vez bélica y sensual.
Doce jinetes;
luego una fila de hombres negros con algo trágico en la faz;
y al fin un grupo de mujeres
sobre altos mulos. Van cubiertas. (Nadie las debe ni mirar).
Cien dromedarios, cuyas gibas
hacen pensar
en los perfiles de cien cumbres,
llevan encima de sus lomos cargas de aurífero metal.
La polvareda crece. El ruido
es el de un rio que entra al mar.
Veinte soldados en sus potros agitan veinte banderolas:
una, dos, tres y cuatro filas de cien jinetes van detrás,
en un conjunto que se mueve con la armonía pintoresca
de un ajedrez que se jugase sobre un tablero colosal.
Resalta entonces la figura
de un hombre envuelto en la blancura de una gran túnica imperial
cabalga un potro blanco; y tiene
todo el aspecto reposado de una divina majestad.
¡Es él! Se doblan las rodillas, las frentes bajan hasta el suelo.
El polvo sube en torbellino. La marcha sigue sin cesar.
Y en la radiante lejanía,
entre abanicos de palmeras, yergue sus torres la ciudad.
Por la monótona llanura,
se va tendiendo largamente la caravana del Sultán...
José Santos Chocano