LA CASA DESIERTA
—¿Esta noche? —¡Esta noche! —Fue la última cita.
No recuerdo ya ahora por qué suerte maldita
esa noche no pude concurrir. Me figuro
qué nerviosa estaría sondeando lo obscuro
por mirar si venía. ¡Con qué rabia el pañuelo
mordería y los ojos clavaría en el cielo!
¡Qué de siglos, Dios santo, me esperó!
¿Quién alcanza
a medir cuanto tiempo cabe en una esperanza?
En la noche siguiente
me paseé vanamente
por su calle. Miraba sus cerrados balcones;
y pensaba que el muro de su casa paterna
separaba por siempre nuestros dos corazones.
Esa noche fue trágica; esa noche fue eterna
Y otra noche, otra noche y otra noche el paseo
por su calle fue inútil. Me incendiaba el deseo,
me cegaba la angustia de pedirla perdones
y poner en contacto nuestros dos corazones;
pero siempre miraba los balcones cerrados
y las puertas vetustas de herrumbrosos candados.
Comprendí que la hermosa desdeñaba mis penas:
sin tener ya el refugio de mis horas serenas,
en alegres derroches
malgasté veinte noches;
pero todo fue inútil, porque mi alma sentía
el afán de que al cabo tal mujer fuese mía.
Y volví nuevamente
a pasear por su calle. Pero quise aquel día
decidirme ya a todo: como nunca, impaciente
golpeé entonces su puerta;
y escuché sólo el eco de una casa desierta
Los vecinos dijéronme: —Hace un mes que vivía...
¡Treinta noches estuve —siento horror todavía—
treinta noches haciéndole el amor a una muerta!
José Santos Chocano