LA BALADA DEL LAGO
Dentro de los follajes obstinados
una intención de luna se enredaba,
como se enreda a veces un ensueño
y no consigue atravesar un alma.
En el luto del bosque, honda laguna
como un azogue trágico temblaba.
Y allá, sobre el cansancio de la noche,
se insinuó un ruido de sedosas alas:
era un chischás de remos, que traía
de lejos, de muy lejos, una balsa;
y sobre aquella balsa, en que los cables
ceñían sus pulseras en cien cañas,
un cacique, de frente pensativa,
venía en pie, clavando la mirada
en su propio dolor.
Erectas plumas
sobre la oblicua sien se perfilaban;
y había un algo triste y misterioso
en su actitud.
Pasó como un fantasma,
al vivo empuje de sus diez remeros
y entre un murmullo de cuarenta flautas.
Súbito, hacia aquel lado, por donde hizo
su aparición el héroe, hubo una rara
sacudida de frondas; y en la negra
prolundidad, reverberó la plata
de la trémula Luna, sobre un grupo
de movedizos cascos y corazas.
Luego un clarin sonó, sonó y sonando
acabó en una nota aguda y áspera.
Y cuando se perdió la nota aquella,
se volvió a oír, en la extensión lejana,
entre el blando chischás de los diez remos,
el triste son de las cuarenta flautas...
Y hubo un fragor.
Los hombres de la orilla
despertaron el bosque con sus armas:
lucharon entre sí.
Sobre lo obscuro
resonante arcabuz pintó su flama;
y otro y otro arcabuz. Nuevos clarines
restregaron sus notas en las alas
de negro vendaval. Vino un instante
en que la Luna se encubrió la cara.
Pero el combate se intrincó en las selvas:
durmió la sombra, boslezó la calma;
y otra vez, sobre el lago silencioso,
volvió a llegar, al soplo de una ráfaga,
entre el blando chischás de los diez remos,
el triste son de las cuarenta flautas...
Temblaron, nuevamente, los follajes;
y por el flanco aquel de la batalla,
hizo su aparición gente sajona
de ojos azules, cabellera áurea
y pies conquistadores.
¡Ah! La Luna
brilló sobre el acero de las hachas
que mutilaron árboles. Un trueno
de dinamita exasperó la entraña
de la selva. Se oyó luego el galope
de cien locomotoras desbocadas.
Hasta que al fin silbatos penetrantes
saludaron la luz de otra mañana.
Cuando se enronquecieron esas voces,
sobre el temblor lascivo de las aguas,
volvió a llegar, desde el confín brumoso,
como un rezago de la Edad pasada,
entre el blando chischás de los diez remos,
el triste son de las cuarenta flautas...
José Santos Chocano