EL VALLE
(En Nueva Granada; fragmento de una leyenda).
Deja tu lira, poeta;
Deja, pintor, tu paleta,
Y tu cincel, escultor;
Naturaleza es mejor
Que el signo que la interpreta.
Con lengua, pluma o pincel
Que copiarla intente el hombre,
La copia es siempre infiel,
Pues no tiene de ella él
Sino la sombra y el nombre.
Ella mata nuestro acento
Con su voz de tempestad,
Música del firmamento,
E impone así acatamiento
A su pompa y majestad.
Y a nuestros humos de mando
Está siempre contestando
Que ante ella somos, no más,
Sombras que vamos pasando
Para no volver jamás.
Pero hay ojos y la vemos,
Hay oídos y la oímos;
Cinco sentidos tenemos
Con que gozarla podemos
El momento que vivimos.
Y ella nos da corazón,
Su obra más perfecta y bella,
Por cuya fiel mediación
Misteriosa comunión
Alimentamos con ella,
Y ella y nosotros guardamos
Un secreto de los dos
Que uno a otro nos confiamos:
¡Dios! tal vez la murmuramos,
Y ella nos responde ¡Dios!
Deja tu lira, poeta,
Deja, pintor, tu paleta,
Y tu cincel, escultor;
Naturaleza es mejor
Que el signo que la interpreta.
La palabra es sólo el tema
De una sensación sin nombre.
Natura es el gran poema,
Y su autor no es la blasfema
Raquítica voz del hombre.
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De ese caucho al curvo pie,
Como en fresco canapé
Donde tu espalda se apoye,
Pues tienes oídos, oye,
Y pues tienes ojos, ve.
A tu izquierda se hunde el sol
Allá en el fondo del valle,
Y su radiado arrebol
Baña en vivo tornasol
De lomas la verde calle.
Último rayo tardío,
Como escapado a un desvío
Del astro desfalleciente,
Zigzag dorado esplendente
Juega en las aguas del río.
A tu diestra el horizonte
Un monte tras otro monte
Cerrando entre sombras van,
Hasta que otra vez galán
Por allí el sol se remonte;
Y salvando ambos costados
Del torrente bramador,
Tus ojos ven reposados
Campanario blanqueador,
Patriarca de los poblados.
Alza en torno el feligrés
Los techos de los hogares,
Que con lujo montañés
Resplandecen al través
De naranjos y palmares.
A tanta distancia al vellos
Rumor de felicidad,
Parece escucharse en ellos,
Y cantos de ángeles bellos,
De amor y hospitalidad.
Siguiendo aquel camellón
De mirto y jazmín silvestre,
Distínguese en un rincón
La puerta sin inscripción
Del cementerio campestre;
Su vista el alma serena
De los hijos del dolor:
Allí la muerte es apena
El sueño del labrador
Que ha rendido su faena.
Ni el estilo ni el cincel
Su fosa humilde decoran;
Pero en vez de luto infiel
Hay labios que oran por él,
Corazones que lo lloran.
Mira el cielo ecuatorial,
Magnífico, esplendoroso,
Manto de pompa oriental
Que cobija por igual
Al pobre y al poderoso.
Bajo ese cielo jamás
El ateísmo ha existido;
Aquí el mismo Satanás
Bendeciría quizás
A Dios que lo ha maldecido.
En este edén no vedado
Siempre es Adán el amado,
Siempre es Eva la mujer;
Aquí su trono han sentado
La plenitud y el placer.
¡Mira esa vegetación
Siempre nueva, exuberante,
Donde aspira el corazón
El soplo vivificante
Que animó la creación!
Viértela el sol cada día
Sus rayos generadores,
Y ella en retorno le envía
Ofrenda constante y pía
De perfumes y de flores.
¡Cuánto diera el gran señor
Del más pomposo castillo
Por un árbol, el peor,
De esos que tumba un pastor
Para probar su cuchillo!
Y al hacer su parque un rey
Qué diera por una calle
De esas de mayo y copei
Por donde baja la grey
Al verde fondo del valle.
El plátano y el anón
Brindan aquí al peregrino
Sombra para su camino,
Pan para su inanición,
Para su sed fresco vino.
¡Zona de Dios bendecida!
Por sí sola en ti la vida
Es un deleite sin fin;
Naturaleza, un festín
Al que todo nos convida.
Aquí el hielo, el gran tirano,
No hace más que abrillantar
El horizonte lejano,
Y desde esa cumbre enviar
Fresco raudal, limpio y sano,
Poeta, inunda tu seno,
Impregna todo tu ser
De este aire leve y sereno
Que vaga empapado, lleno,
De olor a vida y placer.
Vilandas y venturosas
Aroma en su aliento exhalan,
Y allá en selvas misteriosas,
Harem de silvestres rosas,
Lo besan y lo regalan.
Oye el zumbido del río,
Del valle eterno cantor;
Ya no lo turba el chirrío
Que hace, cimbrando el bujío,
El trapiche volteador.
Mas desde el caracolí
El rojo tiliribí
Le une su amante trinado,
Y su grito el aydemí
Siempre triste y desolado.
Y en cuanto se oye y se siente
Y el ojo en torno espacía,
Hay una voz reverente
De un espíritu viviente
De universal armonía.
Como que todo nos llama
Diciéndonos no se qué,
Y así cual nosotros ama,
Y suspira, y ríe, y clama,
Y goza, y bendice, y cree.
Que al fin, hombre, y ave, y flor,
Todo cuanto el mundo encierra,
Ha costado igual labor:
Obras del mismo escultor,
Frutos de la misma tierra.
Y a Dios rinde como sabe
Cada cual su adoración:
La flor con su olor suave,
Con su dulce canto el ave,
El hombre con su oración...
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¡La oración!... ¡La campana del poblado
Esta hora solemne al mundo advierte;
Hombre, bendice al Ser que te ha criado:
Ese toque es anuncio de tu muerte.
Rafael Pombo