Crece la torre nueva en el naufragio
del muro combatido;
del alveolo de la sal, el rumbo
celeste de la espiga, el transparente
olor de la manzana, y surgen
el olivo y su perla amarillenta
y los suntuosos pórticos del vino.
Canto que no aprendí, silencio
en que instituye el canto las raíces.
Y establecida sobre el alma, sube
la lengua: cera y pábilo
bajo voraz corona encandecida.
Ámbito de la casa es, y casa del traje,
y traje para el cuerpo,
y cuerpo de la voz.
Esfuerzo mío,
tribu de sílabas concordes,
ábreme campo afuera. Tú, que puedes,
introdúceme al coro; así, al oficio
de fundar la ciudad sobre cenizas
de vencidas ciudades. Buen oficio.
Derrame el canto sus caminos
como una primavera de cimientos.
Cirio sonoro, fundación, arroyo
de abejas parcas, arribando
al seno acelerado de la llama.
No solamente mínimo
brasero, engarce de la ofrenda
en aroma desnudo que desgarra
sus ropajes de humo;
sí manantial de macizas paredes,
de azules templos para bordadoras
calladas, de albañiles coronados,
de dulces padres carpinteros,
de manos como príncipes que rijan
el sabor unitivo de la espada.
Oh, si me fuera dado el alegrarme
con mi fuerza de hombre, si mi orgullo
(¿a quién volver los ojos?),
como el amor, clarísimo al mirarte,
para siempre naciera,
y en torno, y habitada y ofrecida,
la ciudad y la gente suscitada
por el orden del canto.
En esta hora
y mientras en la plaza, el más valiente
cumple el parto viril de la futura
gloria de su bandera. Golpe
de sol, racimo grave de linajes.
Y estar herido y pobre, y estar vivo
y vencedor, y redimido,
y para siempre ya desenterrado.
Rubén Bonifaz Nuño