MAÑANA DE DOMINGO. La Rambla está vacía, sólo hay algunos viejos sentados en los bancos leyendo el
periódico. Por el otro extremo las siluetas de dos policías inician el recorrido.
Llega Isabel: levanto la vista del periódico y la observo. Sonríe, tiene el pelo rojo. A su lado hay un tipo de pelo corto
y barba de cuatro días. Dice que va a abrir un bar, un lugar barato adonde podrán ir sus amigos. «Estás invitado
a la inauguración.» En el periódico hay una entrevista a un famoso pintor catalán. «¿Qué
se siente al estar en las principales galerías del mundo a los treinta y tres años?» Una gran sonrisa roja. A un lado del
texto, dos fotos del pintor con sus cuadros. «Trabajo doce horas al día, es un horario que yo mismo me he impuesto.» Junto
a mí, en el mismo banco, un viejo con otro periódico empieza a removerse; realidad objetiva, susurra mi cabeza. Isabel y el
futuro propietario se despiden, intentarán ir, me dicen, a una fiesta en un pueblo vecino. Por el otro extremo las siluetas de los
policías se han agrandado y ya casi están sobre mí. Cierro los ojos.
MAÑANA DE DOMINGO. Hoy, igual que ayer por la noche y anteayer, he llamado por teléfono a una amiga de Barcelona. Nadie
contesta. Imagino por unos segundos el teléfono sonando en su casa donde no hay nadie, igual que ayer y anteayer, y luego abro los
ojos y observo el surco donde se ponen las monedas y no veo ninguna moneda.
Roberto Bolaño