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GRANITOS DE ARENA

I

Yaces, como el acorde de tres mundos,
en la tremante playa de tu orilla.
El aire de fugadas transparencias,
la rótula en el agua de las islas.
Una estirpe de islote se presiente
en tu modo de ser, puerta cerrada
abierta por la mano de la muerte
a las innumerables caravanas.
Y en tu profundidad como en tu orilla,
en el norte polar de la esperanza
y en el sur de los riesgos te comportas
medio lago sin voz, media montaña,
ajeno y vivo, todo indiferente,
un otocisto que apagó sus lágrimas.
¡Qué intimidad la tuya, sin embargo;
qué afán eterno en darte fiel en alma
de avidez y de carne puntiaguda!.
¡Y cómo se aposenta tu mirada
real, tangible, dura persistencia,
petrificado rayo que se palpa
en todo cuanto mira, que se filtra
hasta por la raíz de las palabras,
allí donde los granos de tus ojos
sus redondas partículas resbalan!
De cuando roca firme, aún recuerdas
ciudades que se alzaron en tus faldas,
mezquitas y moluscos, sinagogas
con turbante de luces entramadas.
Y son los espejismos tus recuerdos,
quimeras de remotas lontananzas
que emergen del arcón de tu memoria
con la pompa solar de un cuento de hadas.
Castillos en el aire de tu arena,
naipes con que eternizas tu baraja
de oasis como sexos, escondidos
entre las celosías de tus palmas,
y el insomne océano que se mece
en columpios de azul y malaquita,
síntesis de contrarios conjugados,
en tu abierto crisol se dieron cita.
La isla como voz de continente,
desarrolló su cuerpo en la mentira
de un ala que se tiende en tu llanura
a imagen de una larga despedida.
Después el océano, sobre el ala
momificada, fósil, semirrígida,
te trabajó, a sus gotas semejantes,
con sus continuas idas y venidas,
y te enseñó a ondularte las planicies
y a reptear tus márgenes tranquilas.
Y el aire, con sus amplias claraboyas
y el valsar de tus órbitas vacías,
propició tus reptiles para el vuelo
qúe antes el mar embarrancó en tu orilla.
Y así, en la encrucijada de tres mundos,
desperezas tu hipnosis adormecida.
Pero los tres a un tiempo coexisten
en el acorde de tu gran mejilla,
y mientras que se atigran tus estuarios
tu voluntad de roca se hace trizas.
Una sed de mudanzas te enajena.
El mar, el mar, el mar: fuente insumisa,
rescoldo de tus calmas aparentes
y motor agitado de tus días.
Y el ancho velamen de un sollozo
lo que en el fondo de tu ser palpita.
Sollozos de las aguas y los aires
y velamen de piedra entumecida.

autógrafo

Pedro García Cabrera


«La arena y la intimidad» (1940)

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