EL ARENAL
Con tu cuerpo de besos de paloma
y tu vida de puntas de pestaña,
libélula de sed, sueño candente
engendrado en los bordes de las llamas,
yaces, en el acorde de tres mundos,
anfibio del color, la luz y el agua.
Los continentes, vuelo de tu piedra;
pero cernida, lenta, desplegada,
ritmo de caracol e imán de seda
que el anhelo sin fin del viento arrastra.
Y como el mar, vaivén. Tormenta muda
tu corazón, tus pulsos, tus entrañas,
todo planchado, a superficie todo,
dormido sobre el Ángel de tu Guarda.
Dormido, sí, dormido en tu regazo,
creciendo mientras duermes, aquietado
de locas pesadillas, sin conciencia
de saberte crecer, de que cabalgas
a lomo de tus dunas, tan custodio,
tan ceñido a la concha de tu espalda,
tan tuyo en todo tú, tan sangre tuya,
que te vuelve a hallar donde te vayas.
Y el aire, receptor de tus llanuras
de tus tizos de sol, como las aguas
lo son de tus mejillas sumergidas
en el fondo del mar. Y la distancia,
la multiplicación de tus ternuras
en bajos, curvas, senos y avalanchas.
Harén de tu arenal, que todavía
en el estuche de tus sueños guardas.
De todo tu esplendor, sólo el alfanje
que en tu ceja perdura, se solaza
y afila su horizonte contra el cielo
de tus constelaciones legendarias.
Y el coro general de las gumías
con que curva la luna su luz blanca
en los hombros tendidos de escorzo
de tus arquitecturas apaisadas.
Eso y tu soledad. Esfinge y llanto
que reposa en el eco de tus playas
y se frena en tu inmenso mediodía
por el nudo de paz de tu garganta.
Por ti el silencio es pájaro de olvido
que la sombra marchita de las alas
extendió su dosel en la llanura,
sepulcro y oración, desierto y jaula.
Y te cruzas en todas direcciones
con la desolación a las espaldas,
leyéndote en la palma de la mano
tu destino de alteza desterrada,
y tendido de bruces en tus dunas,
siempre con perspectiva de una rana,
te incorporas un poco a la deriva,
de par en par abiertas las ventanas,
por ver si te divisas en las sienes
el color del latido de una planta.
E infecundo también. Las maldiciones
quemaron tus ovarios de sultana
y tu arrullo de madre fue aventado
en los pliegues calizos de tu masa,
en el osario de tus sales hondas,
en las palpitaciones ya apagadas
de los viejos moluscos que se amaron
en sus iris y orientes, ciegas balas
uue disparó el instinto en la marisma
que al canje de los años fue tu cara.
Si tú mismo supieses lo que encierran
tus estratos profundos, si te hablara
la reja de un arado en los oídos
la lectura imposible de tus páginas,
sabrías que sostiene tu indolencia
un pedestal de vidas inmoladas,
amores y ternuras ya hechos tierra,
agonías de mármoles y estatuas.
Con la muerte de tu seno movedizo
sólo retoñas la desesperanza.
Así, los manantiales que bosquejan
medusas frías en sus venas claras,
las selvas que concentran sus rumores
en el nido de luz de una esmeralda,
las urbes arteriales que se rondan
las húmedas pupilas de sus plazas,
los cisnes del amor y los idilios
que florecen sus rosas con el alba,
que huyen y abandonan, pies ligeros
que en el paisaje de otros climas danzan.
Sólo puede brotar tu invernadero
el dolor de una estéril llamarada.
Pedro García Cabrera