EROS ENTRA EN LA PRISIÓN
El caserón se engalana
de varoniles destellos,
entregándose a una fiesta
de piropos y requiebros.
Tiene el corazón alegre
y los músculos risueños
porque el reposo de piedra
que germina su silencio
ha hundido las pantorrillas
en ebrios vinos añejos.
Y se esponja y acicala,
y le rebrillan los hierros,
relamiéndose de gusto
como si fuera un mozuelo.
Y es que el corredor más alto
del frío establecimiento
—calvario, pasión y muerte
de un saldo de mosqueteros—
las mujeres han poblado
de sonrisas y cabellos.
Así rizarán sus frentes
joviales mariposeos,
casi tocando las líneas
de un verde renacimiento.
Desde hoy, en los tejados
y ventanales senectos,
la gracia se bordará
como llovida del cielo.
Y en sus arcadas claustrales
será dulce sacrilegio
los nidos claros de los
melodiosos hemisferios
que modularán volcanes
de lumbre y desasosiego
en las tiendas de campaña
en que meditan sus senos.
y emocionará su mole
con los sonoros torneos
que lanzarán serpentinas,
río arriba del gracejo,
por los reptiles que ondulan
las márgenes del flamenco,
los ayes del «cante jondo»
con sus esguinces y quiebros,
y rodarán cuesta abajo,
de la ingenuidad en su afelio,
la brava melancolía
de los zortcicos norteños.
Y en el cisne de la tarde
navegará por el véspero,
como una flor de nostalgia
en el tallo de un gorjeo,
tu voz, Conchita, cargada
de mieles y sortilegios.
Y sentirá él caserón
que retoñan sus sarmientos
con besos de novia guapa
y pámpanos versallescos.
Y nos saldrán hojas verdes
a las presas y a los presos.
Pedro García Cabrera