EL PUESTO DE LECHE
Al filo de las ocho,
cuando en las piedras lisas de la calle
golpea la herradura pesada de los mulos
y el arriero anuda la soga en la ventana,
llegaba la leche en las viejas cántaras resonantes,
hondas como cañadas donde un arroyo en sombra
perfuma con los verdes lentiscos de la aurora,
y una canción lejana
iba abriendo postigos en el sueño.
En el compás angosto, bajo la acacia rosa
y el silencio apagado del naranjo,
manos hábiles armaban la frágil lona y el toldo sombrío
donde guardar la amarga languidez de los nísperos,
la frescura suave de los albaricoques,
de un sol celoso que en cúspide de dicha
consume en su pasión cuanto acaricia.
Bajaban de los carros los cestos de manzanas,
las lechugas aún húmedas de noche,
y la azul platería de los peces,
fría en su carne tersa de sonrosados vidrios
como un silbo de luna en los aljibes de la madrugada.
El portal de la leche,
con su estrella de cristal de colores,
verde, rojo, naranja,
se llenaba de cántaros misteriosos y pródigos
como las zafras mágicas de la leyenda.
El niño recordaba las láminas sencillas
de la Historia Sagrada: José desnudo junto a la cisterna
mientras los mercaderes cargaban con sus odres los durmientes camellos,
y el ánfora de Ruth entre las mieses,
y los vasos ungidos que Baltasar profana
con un vino rojo de cinturas esbeltas y canelas nocturnas,
y el maestresala de las bodas de Caná
dando órdenes, junto a las vasijas de barro,
al joven escanciador que colma las copas nupciales.
Sobre los muros blancos del portal, viejas litografías
orilladas de moscas en sus marcos de nogalina
mostraban a Isabel la Católica, rodeada de obispos,
en su blanca hacanea entrando por Segovia,
y sobre el mismo cojín de seda asiria,
celeste como el ala de libélulas raudas en torno de los juncos,
desangraba Holofernes su cuello en surtidores
y Colón arrodilla al indio temeroso, entre frutos calientes como pecados jóvenes
y un revuelo triunfal de papagayos.
Al fondo, tras la puerta vidriera, estaba el patio
en su sueño de arcos dormidos al suspiro tenue del agua viva,
y la mañana clara acallaba noctámbulas serenatas de olores;
los dompedros carmíneos, las caracolas pálidas
y moradas como oídos pequeños atentos en un halo de músicas secretas,
y el punzón de marfil de las damas de noche
hiriendo el turbio pétalo, como lacrimatorios
goteantes de luna, de madreselvas vírgenes.
Así vosotros florecéis de nuevo en mi caída noche,
patio, portal, compás angosto bajo la acacia rosa,
y esa sombra que ronda vuestro hastío melancólico,
vuestro olvido humeante, atardecer de niebla,
fugaz, por un momento, detiene el paso y mira.
Pablo García Baena