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EL CORPUS

Primavera es acaso ese niño que ríe por el jardín.
Acaso esa mano que dice adiós en el balcón del atardecer,
o sólo rosas como el fuego de Pentecostés
en un seto sombrío.
La Primavera pone su lirio en las rüinas
y la genciana azul en la alquería,
y en la selva, desnuda, destrenza su cabello negro como un torrente;
y cuando las ciudades duermen entre las torres de su orgullo,
la Primavera abre el prodigio de sus cuatro jardines,
y el primer jardín se llama Marzo,
y es verde como una túnica de vino y esmeraldas
que ciñera como labios, como manos, nuestro cuerpo.
El segundo jardín es amargo y su noche se llama Getsemaní.
El tercero es semejante a un príncipe que cantara bajo los cedros con el jirón último de la tarde en sus manos,
y su nombre es Mayo.
El cuarto jardín se llama Junio,
y sus flores, abrumadas de escarlata y de oro,
son como bengalas ardiendo entre los peces de un estanque,
y un árbol de frutos purísimos, gigante, se levanta
amparando con su sombra la palidez obispal de las hortensias
y el relámpago sangriento de la clivia y su nombre, Corpus,
es fresco como la palabra «fuente» oída entre sueños en una noche de calentura.
Recuerdo aquel aroma de hierbas pisadas…
Las carretas lentas que bajan del monte el arroyo frío de los mastrantos.
Los juncos perfumando las varas de los lábaros.

El altar, con las velas ardiendo al sol,
donde los Santos Mártires destiñen la sangre lívida de su cuello
bajo la espada cálida de la tarde.
Un viento entre las calles perdido
apaga en silencio los cirios de los fieles.
El armiño y la grana ostentan su opulencia en balcones cerrados
al crecer como fronda que subiera hasta un cielo de calor y de pétalos
la azucena bermeja de las limpias trompetas.
Los niños con cestillos de mimbre derramando las flores sobre el sol y la arena.
Las sandalias bordadas de las vírgenes pisan las blancas clavellinas
que levantan su olor como una tentación,
y en la seda grosella, celeste, color fresa, de angélicas dalmáticas,
bordonea la siesta igual que una moscarda de berilos azules.
Se adormecen los ojos de la cal y del oro…
Un éxtasis se incienso flota al compas de la música.
Las navetas doradas guardan los sofocantes perfumes del Oriente
que escapan, como pájaros de plumas fastuosas, desde los braserillos,
en busca de los árboles de nombre aromático: benjuí y cinamomo.
La tarde abre su cofre de rubíes y silencio.
Los ciriales se inclinan gráciles como mieses.
¡O salutaris hostia!, cantan las colegialas bajo los blancos velos,
y desde la campiña que Junio hace vibrar con vihuelas de insectos
llega el rumor de una campana,
anhelante como un seno desnudo después de haber corrido,
que bañara sus venas azuladas de ecos en el frescor del aire

En el vidrio angustioso de los fanales
brilla la rubia abeja ardiente de la llama.
Trémulas campanillas anuncian la Custodia
en süave temblor de cristal y de trigo.
Racimos palpitantes entrelazan sus pámpanos por la plata desnuda de los ángeles.
La cera goteando marchita los bordados
y la piedad vuelca sus bandejas de flores
ante la enhiesta espiga que guarda entre sus oros,
como un pétalo blanco de virginal harina, el limpio corazón del Sacramento.


autógrafo

Pablo García Baena


«Antiguo muchacho» (1950)

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