IX
ORACIÓN FINAL
Tú que callas, ¡oh Cristo!, para oírnos,
oye de nuestros pechos los sollozos;
acoge nuestras quejas, los gemidos
de este valle de lágrimas. Clamamos
a Ti, Cristo Jesús, desde la sima Salmo CXXIX, 1.
de nuestro abismo de miseria humana,
y Tú, de humanidad la blanca cumbre,
danos las aguas de tus nieves. Águila
blanca que abarcas al volar el cielo,
te pedimos tu sangre; a Ti, la viña,
el vino que consuela al embriagarnos;
a Ti, Luna de Dios, la dulce lumbre
que en la noche nos dice que el Sol vive
y nos espera; a Ti, columna fuerte,
sostén en que posar; a Ti, Hostia Santa,
te pedimos el pan de nuestro viaje
por Dios, como limosna; te pedimos
a Ti, Cordero del Señor que lavas
los pecados del mundo, el vellocino
del oro de tu sangre; te pedimos
a Ti, la rosa del zarzal bravío,
la luz que no se gasta, la que enseña
cómo Dios es quien es; a Ti, que el ánfora
del divino licor, que el nectar pongas
de eternidad en nuestros corazones.
Te pedimos, Señor, que nuestras vidas
tejas de Dios en la celeste túnica,
sobre el telar de vida eterna. Déjanos
nuestra sudada fe, que es frágil nido
de aladas esperanzas que gorjean
cantos de vida eterna, entre tus brazos,
las alas del Espíritu que flota
sobre el haz de las aguas tenebrosas,
guarecer a la sombra de tu frente.
Ven y ve, mi Señor: mi seno hiede; Juan XI, 39, 3, 25.
ve cómo yo, a quien quieres, adolezco;
Tú eres resurreción y luego vida:
¡llámame a Ti, tu amigo, como a Lázaro!
Llévanos Tú, el espejo, a que veamos I Corintios XIII, 2.
frente a frente tu Sol y a conocerle
tal como Él por su parte nos conoce;
con nuestros ojos-tierra a ver su lumbre
y cual un compañero cara a cara Éxodo XXXIII, 11; Números XII, 8.
como a Moisés nos hable, y boca a boca.
¡Tráenos el reino de tu Padre, Cristo,
que es el reino de Dios reino del Hombre!
Danos vida, Jesús, que es llamarada
que calienta y alumbra y que al pabilo
en vasija encerrado se sujeta;
vida que es llama, que en el tiempo vive
y en ondas, como el río, se sucede.
Los hombres con justicia nos morimos; Lucas XXIII, 40.
mas Tú sin merecerlo te moriste
de puro amor, Cordero sin mancilla,
y estando ya en tu reino, de nosotros
acuérdate. Que no como en los aires
el humo de la leña, nos perdamos
sin asiento, de paso; ¡mas recógenos
y con tus manos lleva nuestras almas
al silo de tu Padre, y allí aguarden
el día en que haga pan del Universo,
yeldado por tu cuerpo, y alimente
con él sus últimas eternidades!
Avanzamos, Señor, menesterosos,
las almas en guiñapos harapientos,
cual bálago en las eras—remolino
cuando sopla sobre él la ventolera—,
apiñados por tromba tempestuosa
de arrecidas negruras; ¡haz que brille
tu blancura, jalbegue de la bóveda
de la infinita casa de tu Padre
—hogar de eternidad—sobre el sendero
de nuestra marcha y esperanza sólida
sobre nosotros mientras haya Dios!
De pie y con los brazos bien abiertos Ezequiel I, 2; Lucas VI, 10.
y extendida la diestra a no secarse,
haznos cruzar la vida pedrogosa
—repecho de Calvario—sostenidos
del deber por los clavos, y muramos
de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos,
y como Tú, subamos a la gloria
de pie, para que Dios de pie nos hable
y con los brazos extendidos. ¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!
Miguel de Unamuno