XXVI
PIES
Y tus pies de pastor, que en el aprisco
se entraban por la puerta y que desnudos Juan X, 1; etc.
acariciaron con sus cinco dedos
al suelo humilde—carne sobre tierra
que con su desnudez santificaste—;
los que el Jordán ciñera con las linfas
de su caudal corriente como a presa
de ancla de eternidad, mientras posaban
ellos sus plantas sobre los guijarros
del cauce, surco de la madre tierra;
los que el polvo vistió de los senderos
—¡no más sois ya, Cafarnaum hundido, Mateo XI, 21.
Betsaidá y Corazín!—; los que bañados
de la yerba, tu muelle alfombra verde,
con el rocío o con la propia sangre,
entre pedruscos con amor corrían
tras de la pobre oveja descarriada;
los que la Magdalena con sus lágrimas Lucas XV, 4; Mateo XVIII, 12.
bañó para enjuagar con sus cabellos;
los que besara con sus ledas ondas
muriendo en las orillas Tiberiades;
los que escalaron el Tabor y hacían Lucas VII, 38.
temblar de amor bajo ellos a las rocas,
garapiñados con la gruesa sangre
que los clavos sacaron, danle al suelo
pedregoso a beber—suelo de siembra
que endebleció con su escabroso piso
tantos llagados pies de caminantes
que sin rumbo ni tino de la muerte
querían escaper—la sangre pura
de los sumisos pies que resignados
se fueron a la muerte por sendero
de infamia y duelo sin torcer la huella.
¡Baja a la lobreguez de las entrañas
del negro reino de los que ya fueron,
donde su sed apaga de la muerte,
y ese polvo que un día corazones
fue que latieron con afán pesares
bebe la linfa de la eternidad!
Miguel de Unamuno