XXXI
ÁRBOL
De Ti, Luna, al claror, aqueste valle
de amarguras remeda blanco lago
de lágrimas, de noche; su verdura
como el haz de las aguas, y sus rocas
islotes en que aguardan desterradas
su libertad las almas. Arrecidas
tiemblan—¡las pobres!—cual las hojas secas
de noviembre en el chopo de la orilla
del río que no posa, y recogiéndolas
cuando caen en su seno, al mar las lleva.
Así del leño de la cruz prendidas
tiemblan, pobres, las almas al hostigo
del cierzo de la sima tenebrosa,
que lleva en vilo su temblor sonoro,
cual miserere de las secas hojas,
sollozos de pasión que en sí no cabe.
Forman las almas el follaje prieto
del árbol de la cruz, por él unidas
en hermandad de amor, y se estremecen
en corro a la cabeza coronada
por la melena, negra cual la noche,
del blanco Nazareno; y cuando, al cabo,
el cierzo del abismo las arranca
de la copa del árbol misterioso,
van a caer rodando por el pecho
blanco del Cristo, y a su pie se pierden
en el río de sangre que las lleva
de la vida eternal al mar sin fondo.
Río de sangre que al fulgor de luna,
del corazón del Cristo, por el lecho
de este valle de lágrimas se lleva,
crujiendo en remolino congojoso,
rebaños de almas, ahornagadas hojas.
Y esa tu sangre zapa los cimientos
del baluarte de aquella archienemiga
de la humana familia, y que es la madre
del hastío y la desesperación.
Miguel de Unamuno