HORA IV
EL ARCA DEL DILUVIO
I
He vuelto solo al césped del collado
Do tú, Rogerio amigo,
Cuando la tarde halaga al mustio prado,
Ibas siempre conmigo.
¿Recuerdas? florecillas ignoradas
Buscabas en la hierba
Que, secas hojas hoy, pero sagradas,
Vivo el amor conserva.
Yo te hablaba ¿quién va a acordarse ahora?
Siempre a ti el alma mía,
Lo mismo a mí la tuya, soñadora,
Su panorama abria.
Serio haciéndose va mi pensamiento,
Pues como tú te fuiste,
Aunque todo está igual, no sé qué siento
Que está todo tan triste.
El mismo cielo azul, la torre oscura
Miro, la fuente misma;
Mas tu ausencia el paisaje desfigura
Empañándome el prisma.
Y a veces me pregunto en el sendero,
O allá, meditabundo:
¿Por qué esta amarga soledad prefiero
A los gozos del mundo?
¿Será que el hombre, digo, desterrado
Lleva un impulso dentro
Que le estimula a repasar lo andado
Y a volver siempre a un centro?
Aspiración a eternidad es este
Poder que nos sujeta;
Preludio santo, inspiración celeste
Que modula el poeta.
II
Mas, ¿qué cosa inmortal ve la mirada?
Solo parece eterno
Este secreto abismo, o muerte, o nada
Lo llamemos, o infierno:
Este ser que invisible nos devora;
Que universal tributo
Cobra, y la flor respeta o la mejora
Para llevarse el fruto!
A. veces me parece la Natura
Tan llena de riquezas
Con esa rozagante vestidura,
Y con tantas bellezas,
Cual fuente de jardín: artificiales
Fascinan el sentido
Sus cristalinos arcos, siempre iguales,
Con perenne rüido:
Todo es animación; mas si los ojos
A examinarla fueren,
Verán que es vida a fuerza de despojos
¡Son mil gotas que mueren!
No bien el ser sus formas consolida,
De sí efímero dueño,
Átale sordo vértigo, y su vida
Se evapora en un sueño.
¡Naufragio universal! Cuando ese abismo
Calo en la mente y sondo
Vuelvo aterrado; a todo ser lo mismo
Traga, y no tiene fondo.
Corre la humanidad por mil senderos
Al ciego remolino
Allá mis padres van, mis compañeros;
Yo con ellos camino.
Y tú también: tu juvenil historia
Que de amor se atavía,
Mañana yacerá, desecha gloria,
Bajo la tumba fría.
Tantos gajes de amor correspondidos
Y lágrimas preciosas;
Y aquellas esperanzas y gemidos,
Y tantas, tantas cosas,
Serán cenizas. Duéleme su estrago;
Y el deseo que siente
Quien ve a un hijo morir, de ser un mago,
O genio omnipotente,
Por ti lo siento: milagrosas ramas
Quisiera entretejerte
Y oculto a par de la que tanto amas,
Hurtarte allí a la muerte.
"Yo también en Arcadia soy nacido",
Y puedo con mi lira
Tu nombre redimir a ingrato olvido;
Pero no a ti a la pira.
Podemos eso, eternizar un nombre,
¡Salvar una mortaja!
No disputamos a la muerte el hombre
Que ella encerró en su caja.
¡Eternizar un nombre, honor mezquino!
¡Y dice el mundo luego
Que el lauro del poeta es don divino
Y su alma sacro fuego!
¡Naufragio universal! Tambien nosotros
Que eterna nombradía
Dispensamos, morimos cual los otros
Cuando nos llega el día.
De la propia existencia a nuestra mente
¿Qué deja lo pasado?
Recuerdos, un despojo deficiente
Un busto inanimado.
Vuelve a mirar a tus antiguos días;
¿Qué ves? Allá el abrigo
De tu infancia y sus frescas alegrías
Tus padres y un amigo.
La escena va ensanchándose adelante:
Campos, ciudades, puertos...
¡Mírate! ¡no te ves muerto viandante
En un mundo de muertos!
III
Con este doloroso sentimiento
Ayer, muriendo el día,
Tornaba a mi mansión: el manso viento
En los sauces gemía.
Y una mística voz a su manera
Habló en secreto a el alma;
Voz que animando la piedad primera,
Me devolvió la calma.
Y te olvidas de mí (la voz decía)
Tú que antes en mi seno
Reclinabas con grata simpatía
Tu semblante sereno?
"El maléfico ser que ves al lado,
Que todo lo devora,
Es la muerte del alma, del pecado
Anciana servidora.
"Y la que desesperas en tu duelo
De hallar, dichosa suerte,
Es la vida beatífica del cielo;
Yo, que vencí a la muerte!
Envenenose el hombre de obcecado;
Dios al culpable hijo
Miró piadoso en su infelice estado,
Y, salvarele, dijo.
"Yo a salvarle bajé; mi amor le llama;
Rebelde, se suicida;
El que a mi voz responde, el que me ama
Vivirá eterna vida.
"Mi amor viene a buscarte; de mis brazos
El orgullo te aleja
Vuelve a anudar los redentores lazos;
Ama, y recelos deja".
Pensé en mi infancia en dulce arrobamiento,
Y lloré mi extravío;
Y luego a ti volvió mi pensamiento,
Rogerio, amigo mío.
Mis lágrimas enviarte deseara
Con su muda elocuencia;
Y la no articulada, pero clara
Voz que oí en mi conciencia.
Ya libertarte del naufragio espero,
No en culta poesía,
Mas de mi fe lanzándote el madero:
¡Cree! ¡Ama! ¡Confía!
Al que a esa tabla náufrago se acoge,
Quien a la muerte dura
Venció en la cruz, acude y le recoge
Con paternal ternura.
Tantos gajes de amor correspondidos
Y lágrimas preciosas;
Y aquellas esperanzas y gemidos,
Y tantas, tantas cosas,
Asócialas con vínculo süave
A más alto destino;
¡Sálvate con tus glorias en la nave
Que a rescatarnos vino!
Miguel Antonio Caro