EN LA CASA DE OCTAVIO EL ESCULTOR
He salido sin tiempo de la casa de Octavio:
sucia de eternidad me hallé su ropa;
sus dedos modelaban, pero no,
no modelaban;
su mano
estrangulaba el tiempo de la arcilla;
sus dedos intuitivos, regordetes,
horrorosamente bellos
sin que lo sepa el ruido me decían:
que debemos dormir para escuchar la piedra;
que no nos asustemos,
que no son monedas falsas
estas gotas que Octavio va sacando calientes
del ojo de la estatua.
Sus dedos me confirman
que la voz no está en la boca,
que hay que inventar de nuevo
lo que no se ha callado,
porque la tierra es niña todavía
y los dedos de Octavio más antiguos
comienzan a formarla,
a ponerle su nombre verdadero;
todo comienza a ser cuando se arremolina
en el viento constante que circula
en las puntas de sus dedos;
siempre viajeros puros, casi vírgenes
por entre los ladrones
que repentinamente se arrodillan de miedo
mientras Octavio silba
porque crecen sus manos,
porque sus manos cantan bajo la tempestad,
la feroz escultora:
la que pule y modela con viento el Universo.
Manuel del Cabral