¡UN POETA!
¿Un Poeta? Es preciso. Dios no trabaja en vano.
Cuando sobre las cumbres del pensamiento humano
la noche se constela de lejanos fulgores,
cuando las grandes lenguas del viento dan rumores
inauditos, y cuando sobre esas cumbres flota
la inefable caricia de una armonía ignota,
la luz presiente el astro, la fe presiente el alma.
Dios trabaja en el seno de una inmutable calma.
Pero las grandes voces: el trueno, el mar, el viento,
dicen las predicciones de aquél advenimiento.
—Yo escuché esas tres grandes voces: Dios ha querido
que esas tres grandes voces sonaran en mi oído...
—Los astros centellaban de fulgores divinos,
y daban fuertes sones cómo un bosque de pinos
flameantes, cabalgado por el huracán, sones
que flotaban cual nubes sobre los escuadrones
de aquella gran columna blasfema. El mar oía,
oía la montaña, oía la selva, el antro, el día
presintiendo un lejano temblor de cataclismo
ante esas formidables alarmas del abismo.
Aquellos sones eran la palabra de una ira
tenebrosa que hablaba cómo el viento en la lira.
«¡El alma está en peligro!» clamaban. Desde el cielo
caían sordas lágrimas de sangre y luz; el duelo
de las sombras pasaba sobre la tierra inerte
cómo un árbol sobre una meditación de muerte.
La cruz austral radiaba desde la enorme esfera
con sus cuatro flamígeros clavos, cula si quisiera
en sus terribles brazos crucificar al polo.
En medio de aquél trágico horror, yo estaba sólo
entre mil pensamientos y la eternidad. Iba
cruzando con dantescos pasos la noche. Arriba,
los astros continuaban levantando sus quejas
que ninguno sentía sonar en sus orejas.
Rugían cómo bestias luminosas, heridas
en el flanco, más nadie sujetaba las bridas;
nadie alzaba los ojos para mirar aquellas
gigantes convulsiones de las locas estrellas;
nadie les preguntaba sus divinos secretos;
nadie urdía la clave de su largo alfabeto;
nadie seguía el curso sangriento de sus rastros...
Y decidí ponerme de parte de los astros.
Leopoldo Lugones