EL ALMA DE LA RAZA
I
¡La raza guaraní...! ¿Qué queda de ella
sobre su tierra amada?
¿Qué de esa estirpe que reinó orgullosa
desde Orinoco al Plata?
¡Restos dispersos de la gran familia
aún en los bosques vagan,
aún en su inmensa soledad alientan,
y van como fantasmas!
Son como un espectro redivivo
que de la tumba se alza,
para arrastrar su horrible pesadumbre,
la cruz de su desgracia.
La selva compasiva los acoge
y su secreto guarda,
y en su seno de madre se confunden
sus quejas y sus lágrimas.
Son los vencidos que en vivir se obstinan
tras la cruenta batalla
para cruzar errantes por su tierra
y ser en ella parias...
¡Pero no son la raza vencedora
quede Orinoco al Plata
guarde en el ritmo, aún, de su lenguaje,
la luz de una alborada!
¡La raza guaraní pasó...! Tan sólo
sigue viviendo su alma,
su alma gigante que es el alma mater,
¡el alma de la Patria!
II
¡La muerte...! ¿Qué es la muerte?
¿Todo en la tumba fría
se diluye en la sombra de la nada,
sin que a la noche le suceda el día?
¿No tiene un más allá
de más intensa vida
esa boca espantosa del sepulcro
que a sempiterno sueño nos convida?
¿Todo es polvo y miseria,
todo una vil mentira?
De nuestra carne bajo el frágil barro,
¿no hay una luz acaso que palpita?
¡Dejad que el poeta vea
en la noche sombría
la visión luminosa de otro mundo,
de gloria inmarcesible y de poesía!
¡Permitidle creer
en su esencia divina,
en la inmortalidad de su destino,
y de la muerte más allá... en la vida!
Dejadle que a su raza
pinte su fantasía,
como un despertamiento milagroso
en las entrañas de la selva umbría.
Dejadle ver su sombra
levantarse afligida,
y a los fulgores tristes de la luna
pasar llorando su heredad perdida...
¡Del sepulcro en las grietas
brotan las siemprevivas,
y de la vasta tumba de la estirpe
surge en raudal ingente la poesía!
III
Aún su humana envoltura
el alma de la raza no ha dejado,
y aún vive en el tapuí donde corrieron
sus venturosos años.
Bajo formas distintas
persiste su pasado,
y en impalpables átomos dispersos
de lo que fué en el mundo aún queda algo.
Los árboles del bosque son los toldos
por la mano de Dios trasfigurados,
y el cerro es un anhelo
que el gran tupá dejó petrificado.
Hay un ansia sublime de infinito
del cocotero altivo en el penacho,
y de cosas muy tristes
los sauces y el arroyo están hablando.
Se afirma un ideal entre las ondas
de los tersos remansos,
y hay bocas que suspiran en las grietas
de los rugosos troncos centenarios.
Las flores que en la selva
brindan perfumes gratos,
no son sino palabras nunca dichas
del primitivo idioma ya olvidado.
En el viento que gime lastimero
va flotando un dolor no formulado,
y calla un pensamiento
bajo cada peñasco...
En todo está dormido,
como en un sueño arcano,
lo que fué de la estirpe, lo que el tiempo
sumergió en sus abismos ignorados.
Y a una voz que desciende,
solemne, de lo alto,
los átomos dispersos se condensan
y las cosas de nuevo van tomando
sus formas primitivas
¡para surgir de su sepulcro, en tanto,
el infeliz indígena, acudiendo
al supremo mandato!
IV
Cuando en un mar de sombras
del Sol naufragan los postreros lampos,
y sólo alumbra el enlutado cielo
de las estrellas el fulgor escaso;
cuando las aves en sus nidos duermen
y el viento está callado,
y en el amplio cordaje de la selva
el himno de la vida se ha apagado;
cuando ya la tiniebla impenetrable
en la loma se extiende y en el llano,
y apenas turba el funeral silencio
del manso arroyo el murmurar lejano,
se alza, de pronto, en el boscaje umbrío,
rumor profundo, indescriptible, extraño,
cual si del fondo mismo de la tierra
surgiesen gritos de dolor amargo.
¿Quién en la oscura noche
los ecos lanza de su acerbo llanto?
¿Quién así turba la serena
la selva despertando?
¿Quién va como un espectro misterioso
la tiniebla cruzando?
¿De quién son esos gritos estridentes,
de maldición al blanco?
V
Mirad: ya, de la luna
al pálido fulgor, a ver se alcanza
las formas indecisas
de la llorosa aparición que anda.
No es un engendro que forjó la mente,
no es una sombra vana:
es más que una ilusión de los sentidos,
¡es el fantasma de la muerta raza!
Es lo que queda de la vieja estirpe,
lo que queda en la patria
del pueblo aquél que dominó orgulloso
desde Orinoco al Plata.
¡Eso que veis es realidad viviente,
es más que el cuerpo, el alma,
el alma indestructible que retorna,
y entre las sombras de la noche vaga!
VI
Es un indio el que va..., pero es un indio
de contextura extraña:
son sus carnes de bronce que chispea,
y sus ojos son llamas.
Las palmeras sus verdes abanicos
abaten cuando pasa,
los árboles se inclinan, y sus pétalos
vierten las pasionarias.
Las aves con sus plumas de colores,
las fieras con sus pieles dibujadas,
reptiles, mariposas,
lo que vuela o se arrastra...
todo despierta al eco de su llanto
como a un conjuro se alza,
y en apretada multitud camina
en pos del alma errante de la raza...
Y el indio va, meditabundo y solo,
encorvada la espalda
bajo el peso de todos los recuerdos
de su vida pasada.
Más allá del espíritu
no ve ni escucha nada.
¡El mundo en que camina es otro mundo,
el mundo fenecido de su raza!
Y cuando, al fin, el linde
del bosque espeso alcanza,
bajo la luz incierta de la luna
crecer parece su figura extraña.
El aura de la noche
mueve su larga cabellera lacia,
y ardientes brillan sus pupilas negras
como dos soles en su carne pálida.
Su frente altiva, despejada, hermosa,
que no humilló ante nada,
el sello lleva del dolor profundo
que más allá de la existencia arrastra.
Su mano férrea que agitó en la lucha
la más temible lanza,
hoy sólo puede sostener el arco
en que se apoya al proseguir su marcha.
Todo su angustia dice
y su pesar delata:
su cuerpo exangüe, que se yergue apenas,
y su voz y su andar y su mirada...
Camina, en tanto, sin cesar camina,
y se esfuma en el llano, a la distancia,
para surgir de nuevo
en la loma empinada.
Camina hacia el gran río
que el nombre amado lleva de la patria,
para escuchar lo que sus ondas dicen
en la perpetua fuga de sus aguas.
Y en su orilla detiene
su fantástica marcha:
y mientras pasa la corriente undosa
vive la vida de su edad pasada.
El río, confidente peregrino
de todas sus nostalgias,
sabe el secreto horrendo de la pena
que su pecho taladra.
Sobre sus aguas descendió del norte
la ligera piragua,
que llevaba el mensaje de la estirpe
hasta el remoto Plata.
Sobre sus aguas arribó, más tarde,
la carabela blanca,
como siniestro anuncio de exterminio
para su pobre raza.
Y sus aguas también se confundieron
con su sangre o sus lágrimas,
cuando sonaron horas de martirio,
cuando llegaron días de venganza...
En él, de su pasado
todas las cosas le hablan,
cual si del limo impuro de su cauce
la voz de lo que fue se levantara.
Y el río ante sus ojos
toma formas humanas,
para ser como un viejo milenario
tendido frente a él, sobre la playa.
Anciano encanecido
abuelo prodigioso de la raza,
que el acervo gigante de su vida
en su memoria guarda.
Por su boca oye el indio
la leyenda dorada,
de aquel tiempo lejano, en que riente
sol de ventura iluminó su patria.
De aquella edad florida
en que pasó la raza,
como el aliento de la tierra, libre,
sin dudas, sin pesares y sin lágrimas.
De aquel sublime idilio,
que suspendió la airada
mano de la conquista, proclamando
vencedora la enseña castellana...
Y mientras habla el río,
animando la nada
de las cosas extintas para siempre,
la realidad en torno se levanta.
De su estirpe no queda sino un eco
en su heredad llorada:
el eco de su lengua, en que palpita
algo como un destello de su alma.
¡Y aún flota el camalote
sobre las ondas claras,
y el yacaré medita en las riberas
y cantan en las selvas las calandrias!
¡Aún el tigre y el puma
por los boscajes andan,
y aun el chajha sigila en el estero
y grita el chiricote en las cañadas...!
Todos existen en el suelo hermoso
donde alentó la estirpe soberana,
¡ay, sólo ella se perdió en la sombra
de la noche más larga!
Para ella sólo el ysypó no forma
sus frescas enramadas,
sobre la verde alfombra florecida
de la menuda grama.
Y son ya para otros los primores
de una tierra adorada,
donde el árbol desmaya de sus frutas
bajo la ruda carga.
En el cristal sonoro del arroyo
otros ya se retratan,
y otros escuchan el eterno grito
que da la catarata.
Sus fuegos apagados no convocan
a las tribus lejanas,
ni el humo de su hogar, sobre los montes,
al cielo se levanta....
¡Todo aún existe en su heredad perdida,
tan sólo de su raza
no queda sino el eco de su lengua
y algo como un destello de su alma!
VII
Cuando en la roja lumbre matutina
se diluyen las sombras,
y el río, empurpurado, es como sangre
que de una arteria brota,
el indio pensativo se levanta,
los cielos interroga,
y en lo más hondo de sus ojos negros
se refleja la aurora.
De volver al misterio de la tumba
ha llegado la hora,
y en su arco apoyándose de nuevo,
penosamente torna.
Abigarrada muchedumbre inmensa
le sigue silenciosa,
como si el mundo de las cosas vivas
que en la noche reposa,
su homenaje rindiese, de la estirpe
a la sacra memoria,
en pos marchando del fantasma extraño
que en las tinieblas llora.
Caminan, van a la callada selva,
que el sol naciente dora,
y en el llano esfumándose, aparecen
en la empinada loma.
Los árboles se inclinan a su paso,
en actitud piadosa,
cual si el dolor sintieran, infinito,
que en el ambiente flota.
¡Y hasta el guijarro humilde del sendero
su obscura frente asoma,
para decir adiós a los que pasan,
con su sellada boca...!
Y el indio va, meditabundo y solo,
a perderse en la sombra,
para esperar la noche venidera
propicia a su existencia dolorosa...
VIII
Del día y de la noche
en la eterna batalla,
ha triunfado la luz, y en el oriente
asoma rubicunda la mañana.
Incendiado parece el negro bosque,
del sol bajo las llamas:
las aguas del estero arrojan chispas,
y jirones de niebla se levantan.
¿Qué faje del indio triste,
encarnación del alma de la raza?
Mirad: sobre la arena que ha pisado
la huella se conserva de su planta.
Penetrad de la selva
en las mismas entrañas,
y le veréis marchar meditabundo,
como aplastado bajo enorme carga.
Y cuando, en la espesura
salvaje, enmarañada,
se pierda a vuestra vista, de su llanto
escucharéis la nota soterrada.
Y aún más cerrad los ojos
bajad a vuestra alma
y veréis su visión pasar de nuevo
bajo la luz triunfal de la mañana.
Que es allí donde vive
lo que perdura de la muerta raza
los acentos postreros de su lengua
y algo como un destello de su alma.
Juan E. O'Leary