EL VÉRTIGO DE LA DECADENCIA
Asisto en el coliseo romano al sacrificio de los mártires sublimes. Se han juntado en el centro del estadio y sugieren el caso de una cohorte diezmada, sensible al mandamiento del honor.
Las fieras soltadas de su cárcel rodean la turba lastimosa, agilitándose para el asalto. Las espadas flexibles ondulan voluptuosamente y las zarpas agudas, hincadas en el suelo, avientan mangas de polvo.
La muchedumbre de los espectadores, animada de una crueldad gozosa, rompe en un clamor salvaje. Reproduce el estruendo de la ovación.
El soberano del orbe domesticado nota los accidentes y pormenores de la fiesta, mirándola a través de una esmeralda, la piedra mejor calificada para el atavío de las divinidades.
Las fieras se fatigan dilacerando el grupo inerme y
respetan los residuos inanimados y una virgen de gesto profético.
Una voz la condena al suplicio del fuego y provoca
el asentimiento unánime. La muchedumbre asume una
responsabilidad indivisible y se pierde en el delirio de su maldad,
hiriendo a la inocencia.
La hoguera despide una lumbre fatídica y les dibuja, a los más inquietos, un rostro de cadáver.
José Antonio Ramos Sucre