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EL BEJÍN

    Yo vivía a la sombra de una iglesia en la ciudad devota. El aire de un cielo desvanecido soliviantaba el polvo y lo difundía en el ámbito severo.

    Yo me encenagaba en los placeres de una vida libre y perdía el sentido sorbiendo a solas un licor depravado.

    Yo pertenecía a una fraternidad de pillos y me criaba y me servía de su renombre. No conseguí desempeñarme con lucimiento y refería gatadas, robos pusilánimes.

    El más fiel de mis compañeros me dirigió en el asalto de un palacio. La aventura se convirtió en mi arrepentimiento y en la pérdida de su vida. Fue precipitado desde un ventanal.

    Yo recogí en mi desván, esa misma noche, un niño lacerado. Me llamaba soplando hipos y zollipos de lástima y consuelo. Yo maldije sus ojos redondos y su nariz de cigüeña. Su cabeza era un monte de pelo contumaz.

    Me esforcé en facilitar su vida y en prosperar su infancia y lo rodeaba con la solicitud de un filántropo. Me enfadó con su voracidad y su carácter espinoso y lo despedí llenándolo de golpes.

    El atropello de mi impaciencia trajo, según mis conjeturas, un desenlace rápido. Yo porfío en sustentar la identidad del amigo frecuente con el niño perverso.

    Mi captura por los ministriles de la justicia sobrevino el día siguiente de mi rabia. Fui instado a la confesión por medio del azote y de la rueda. El cirujano me retiró de la cámara del suplicio cuando el síncope amenazaba la muerte.

    El juez deslizó a compadecerme y festejó el auxilio de una persona en el descubrimiento de mi celda. Reprodujo el ademán y los hábitos de mi consejero de antes.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«El cielo de esmalte» (1929)

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