ISABEL
Había recibido del cielo el presente de una belleza infausta. Sus ojos benignos se abrieron, llenos de espanto, a la maravilla del mundo y una estrella de lumbre matinal, embeleso de los arcángeles aguerridos, se extinguió a esa misma hora en el infinito. Yo velaba al margen de su cuna y concebía pensamientos felices para allanarle el porvenir.
Yo la admití y la guardé en mis brazos con el fin de salvar su infancia de los ejemplos de la tierra y dirigí desde entonces su voz ferviente a cantar la agonía del vía crucis y la resistencia de los mártires.
Yo me retiraba sobre el vértice de una colina a vigilar y defender su esparcimiento en un valle recóndito. El lirio galano de la parábola alternaba con el rosal nacido y florecido en una misma noche sobre la tumba de Isolda.
Yo la seguí a una entrevista en la hora del alba, cerca de un río transparente. Se enajenaba al fijarse en el discurso de un anciano, doctor o caballero en el reino celeste, y se perdía en la admiración del signo de la cruz, pintado súbitamente en el aire. El himno de unas vírgenes la invitaba con instancia desde un bajel rutilante.
Dijo mi nombre entre loores y promesas antes de transfigurarse y perderse en el espacio y consiguió de tal modo incorporarme del suelo, en donde me había derribado el sentimiento de su ausencia.
José Antonio Ramos Sucre