EL EMIGRADO
Quedé solo con mi hijo cuando la plaga mortífera hubo devastado la capital del reino venido a menos. Él no había pasado de la infancia y me ocupaba el día y la noche.
Yo concebí y ejecuté el proyecto de avecindarme en otra ciudad, más internada y en salvo. Tomé al niño en brazos y atravesé la sabana inficionada por los efluvios de la marisma.
Debía pasar un pequeño río. Me vi forzado a disputar el vado a un hombre de estatura aventajada, cabellos rojos y dientes largos. Su faz declaraba la desesperación.
Yo lo compadecí a pesar de su actitud impertinente y de su discurso injurioso.
Pude alojarme en una casa deshabitada largo tiempo y acomodé al niño en una cámara de tapices y alfombras. Él padecía una fiebre lenta y delirios manifestados en gritos.
El mismo hombre importuno vino a ofrecerme, después de una noche de angustia, el remedio de mi hijo. Lo ofrecía a un precio exorbitante, burlándose interiormente de mis recursos exiguos. Me vi en el caso de despedirlo y de maldecirlo.
Pasé ese día y el siguiente sin socorro alguno.
Yo velaba cerca del alba, en la noche hostil, cuando sentí, en la puerta de la calle, una serie de aldabonazos vehementes.
Me asomé por la ventana y sólo vi la calle anegada en sombras.
Mi hijo moría en aquel momento.
El hombre de carácter cetrino había sido el autor del ruido.
José Antonio Ramos Sucre