EL CASTIGO
El visionario me enseñaba la numeración valiéndose de un árbol de hojas incalculables. Pasó a iniciarme en las figuras y volúmenes señalándome el ejemplo del cristal y la proporción guardada entre las piezas de una flor. Descubría en el cuerpo más oscuro un átomo de la luz insinuante.
El visionario desaparecía al caer la tarde en un esquife de cabida superficial. Creaba la ilusión de zozobrar en una lejanía ambigua, en medio de un tumulto de olas. Yo miraba flotar las reliquias de su veste y de su corona de ciprés.
Volvía el día siguiente a escondidas de mí, usando el mismo vestido solemne de un sacerdote hebreo, conforme el ritual de Moisés.
Comentaba en ese momento el pasaje de un rollo de pergamino, escrito sin vocales. La portada mostraba la imagen del licaón, el lobo del África. Terminaba citando el nombre de los profetas vengativos y soltaba a la faz de la mañana un himno grandioso donde se agotaba el torrente de su voz.
Dejé de verlo cuando se puso al habla temerariamente, a través del espacio libre, con un astro magnético.
La rotonda, en donde se había acogido, vino súbitamente al suelo, rodeada de llamas soberbias.
José Antonio Ramos Sucre