EL CULPABLE
Agonicé en la arruinada mansión de recreo, olvidada en un valle profundo.
Yacían por tierra los faunos y demás simulacros del jardín.
El vaho de la humedad enturbiaba el aire.
La maleza desmedraba los árboles de clásica prosapia.
Algunos escombros estancaba, delante de mi retiro, un río agotado.
Mis voces de dolor se prolongaban en el valle nocturno. Un mal extraño desfiguraba mi organismo.
Los facultativos usaban, en medio del desconcierto, los recursos más crueles de su arte. Prodigaban la saja y el cauterio.
Recuerdo la ocasión alegre, cuando sentí el principio de la enfermedad. Festejábamos, después de mediar la noche, el arribo de una extranjera y su belleza arrogante. La pesada lámpara de bronce cayó de golpe sobre la mesa del festín.
Entreveía en el curso de mis sueños, pausa de la desesperación, una doncella de faz seráfica, fugitiva en el remolino de los cendales de su veste. Yo la imploraba de rodillas y con las manos juntas.
Mi naturaleza venció, después de mucho tiempo, el mal encarnizado. Salí delgado y trémulo.
Visité, apenas restablecido, una familia de mi afecto, y encontré la virgen de rostro cándido, solaz de mi pasada amargura.
Estaba atenta a una melodía crepuscular.
El recuerdo de mis extravíos me llenaba de confusión y de sonrojo. La contemplaba respetuosamente.
Me despidió, indignada, de su presencia.
José Antonio Ramos Sucre