A UNA DESPOSADA
Cualquier invención de mi enfermizo numen desluciría las páginas de este álbum. Las ofendería con el desentono de azarosa tela de araña en una mansión regia. Mas conviene el relato de venturosas nupcias.
Sueño que lo escuché de virgen lisonjera en una comarca del Asia inverosímil; que era de noche, y estaba yo embriagado con la plácida expiración de rumores, canciones y perfumes; que el paisaje exótico se coronaba con la luna y con el cortejo de las estrellas mayores, porque las menores no conseguían lucir en medio de la irradiación de aquéllas, sus hermanas; y sueño que, sobre la tierra y delante de mis ojos, fantástica ciudad de cúpulas y torres dormía cabe el espejo de un río fabuloso; y recuerdo que la virgen me refirió esta fábula amena: Yo conocí una princesa prometida en matrimonio al sultán de un país remoto. Veía en las bodas el comienzo de un cautiverio, porque, retirada y asustadiza, imitaba las selváticas gacelas. Buscaba mi compañía y luego la contemplación de sí misma en el espejo de una fuente ornamental. Era delgada, firme y de tupidos cabellos, que bajaban a confundirse con las aguas del ensombrado tazón de mármol. Hasta aquí vino una tarde cierto poeta errante, precursor del cortejo nupcial cada vez más vecino. Él se dijo despedido de entre los suyos para entretener a la princesa durante el viaje a la capital del esposo prometido. Todos se reúnen y parten al día siguiente, cuando ya la princesa acepta los agasajos del poeta y lo ama sin manifestarlo. El cortejo recorre selvas y desiertos, en medio de la lluvia rumorosa y del estío lento, cuando el sol prefiere su carro de bueyes albos. El poeta ejerce, en su vez, el valor, el gracejo y la piedad. Ofende al tigre de estirpe real; burla al mono desvergonzado; acoge la mariposa blanda, de seda y lana; reverencia al asceta absorto. Se muestra cortesano amable y jinete aguerrido. Ella se acerca al término del viaje y divisa los palacios dispuestos para hospedarla, y repara que más le convendría el desierto en compañía del vate gentilísimo. Entretanto, éste ha desaparecido de su lado, y ella es introducida, con el rostro sumiso, a presencia de su dueño; pero una voz oculta y bien conocida la exhorta a la alegría. La princesa alza los ojos y observa que el cortés poeta era el esposo prometido, quien había dejado las galas de monarca para ganar afectuosamente la mano de la amada, omitiendo el prestigio de su elevado puesto.
Así me dijo la virgen lisonjera en un país distante, debajo de un árbol musical; y su relato y mi único sueño venturoso terminaron cuando la aurora llamaba, enamorada, a mi ventana.
José Antonio Ramos Sucre