LA BALADA DEL TRANSEÚNTE
¡Cuánto recuerdo el cementerio de la aldea! Dentro de las murallas mancilladas por la intemperie, algunas cruces clavadas en el suelo, y también sobre túmulos de tierra y alguna vez de mármol. El montón de urnas desenterradas, puestas contra un rincón del edificio, deshechas en pedazos y astillas putrefactas. Densa vegetación desenvolvía una alfombra hollada sin ruido por el caminante.
De aquella tierra húmeda, apretada con despojos humanos, brotaba en catervas el insecto para la marcha laboriosa o para el vuelo rápido. Los árboles de follaje oscuro, agobiados por las gotas de la lluvia frecuente, soplaban rumor de oraciones, trasunto del oráculo de las griegas encinas. Alguna que otra voz lejana se aguzaba en la tarde entremuerta, zozobrando en el pálido silencio la solemnidad de la estrella errante, precipitada en el mar.
Las nubes regazadas por el cielo, cual procesión de angélicas novicias, dorándolas el sol occidental, el que inunda de luz fantástica el santuario a través de los góticos vitrales. Montes de manso declive, dispuestos a ambos lados del valle del reposo, vestidos de nieblas delgadas, que retozan en caballos veloces de valkirias, dejando repentino arco iris en señal y despojo de la fuga.
Abandono aflictivo encarecía el horror del paraje, aconsejaba el asimiento a la vida, ahuyentaba la enfermiza delectación en la imagen de la fosa, mostrando en ésta el pésimo infortunio, de acuerdo con la razón de los paganos. La luz de aquel día descolorido secundaba la fuerza de este parecer, siendo la misma que en las fábulas helenas instiga la nostalgia de la tierra en el cortejo de las almas suspirantes a través de los vanos asfódelos.
José Antonio Ramos Sucre