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LAS CANCIONES DE LA NOCHE

                        I

Una noche rumorosa y palpitante
de húmedas aromáticas cargada;
una noche más hermosa que aquel día
que nació con un crepúsculo de nácar,
y medió con un incendio del espacio
y expiró con un ocaso de oro y grana...
Una tibia clara noche melodiosa,
impregnada de dulzuras elegíacas
que caían mansamente de los cielos
en los rayos de la dulce luna blanca,
por el seno de los montes
triste y solo yo vagaba
con el alma más vacía
que el abismo de la nada.
Y los coros rumorosos de la noche
con su música de oro me cantaban
la canción de la tristeza
de la almas solitarias.
Yo era un hongo de los valles de la vida,
yo el cadáver de mi raza
yo una sombra que pasaba por el mundo
sin dejarle ni la huella de mis plantas,
ni los trozos de mi carne redivivos,
ni la imagen de mi alma en otras almas,
ni los nidos de mis goces,
ni los charcos de mis lágrimas...
Yo era sombra, yo era muerte,
yo era estéril movimiento sin sustancia...
y por eso los rumores musicales
de la noche misteriosa me cantaban
la canción de la tristeza,
ruin idioma de las almas solitarias.

                        II

Otra noche, tan hermosa como aquella,
de armonía y de aromas empapada;
otra pura, casta noche, rutilante,
presidida por solemne luna diáfana
que inundaba los espacios infinitos
con el polvo de su mansa luz fantástica,
triste y solo, como siempre,
por el seno de los montes yo vagaba,
y la puerta de la choza de un cabrero
se empaparon mis pupilas fatigadas
en la mística visión de un niño hermoso
que dormido y solo estaba
sobre una cama de hierbas
que tiñó agosto de plata.
¡Oh, qué hermoso, qué sereno, qué divino!
Era el ángel, era el alma
de la choza miserable
de la choza solitaria.
¡No era mío, no era mío!,
era el beso de las almas que se enlazan.
¡Era el premio merecido
por los seres que se aman!
¡Cuánto diera por tocarle aquella frente
y besarle la carita sonrosada!
¡Qué tranquilo! Los rumores de los montes
con magnífica armonía le arrullaban,
y las brisas de la noche misteriosa
le tocaban con la punta de las alas,
y los rayos amorosos de la luna
le caían como besos en la cara.
Yo me puse de rodillas
ante el ángel de la choza solitaria
cual sediento caminante
que se inclina sobre el agua,
y al amado, como hambriento ladronzuelo
que a unos pobres la limosna les robara,
puse el beso más sublime de mi vida
sobre aquella frente blanca.
¡No era mío, no era mío!,
pero el beso me quemaba en las entrañas,
y la noche se me puso más hermosa,
con el ritmo de la vida
la canción de la esperanza.
¡Yo sentía, yo vivía,
yo quería, yo esperaba!
Si tuviera el cuerpo herido,
si tuviera muerta el alma,
no sintiera ni los besos de la vida
ni el placer de derramarla...
¡Dios que creas! ¡Dame dichas como aquellas
de la choza solitaria!

Y los coros musicales de la noche
no callaban, no callaban, no callaban...

                        III

Y otra noche, de seguro tan hermosa
como aquellas ideales noches blancas,
arrulladas por el ritmo de los mundos
y pobladas de los sueños de las almas,
a la puerta de la choza miserable
del cabrero cuya dicha yo envidiaba,
se quedaron medio ciegas
mis pupilas espantadas;
muerto estaba el pobre ángel

de la choza solitaria,
y su madre estaba loca,
y su padre mudo estaba,
y los rayos elegíacos de la luna
le caían amorosos en la cara,

su carita transparente,
que era blanca, que era blanca
como el ala de los cisnes del estanque
como el campo de la nieve inmaculada,
como el seno de las vírgenes,
como el mármol de las tumbas y las aras.
Yo me puse de rodillas ante al ángel,
e inclinando la cabeza atormentada,
como víctima medrosa y dolorida

que presenta el cuello al hacha,
puse el beso más amargo de mi boca
sobre aquella frente blanca
dura y fría como el mármol
de las rígidas estatuas funerarias.
Yo sentí de repente
se me helaron las entrañas.
Era el frío del terror a lo futuro
quien me dio la puñalada;
era el miedo a los dolores infinitos
que los padres de aquel ángel destrozaban...
Y gemí como un cobarde,
y gocé como un perverso sin entrañas
con la muerte repentina
de mi última esperanza,
que dejaba conjurados los peligros
que mi instinto de cobarde presagiaba.
¡Fuga estéril! ¡Tú iniciaste
el principio del reguero de mis lágrimas!
Todo el pecho de aquel ancho cielo plúmbeo
gravitó sobre mi alma,
y dejómela el delito como antes,
más vacía que el abismo de la nada.
Y le dije a la armonía de la noche:
«No me cantes la canción de la esperanza:
canta el himno del dolor inapelable,
que es la carga ineludible de mi alma».

autógrafo

José María Gabriel y Galán


«Campesinas» (1904)

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