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AL KÁISER

                I

Tú desencadenaste la tormenta,
la tormenta de fuego y sangre y llanto
que ha visto el hombre con mayor espanto
desde que el hombre sobre el mundo alienta.

Con tu bronco turbión de iniquidades
pasas dejando tenebrosas huellas;
rasgas y violas, matas y atropellas
pactos y leyes, hombres y ciudades.

Y hablas de Dios... y lo unces a tu carro
lúgubre, y cual si fuese de tu barro
lo proclamas tu cómplice en la guerra.

Y en vez de reducirte al manicomio
tu Pueblo, alucinado, hace tu encomio,
¡oh bárbaro... el más grande de la tierra!

                II

¡A miriadas tus súbditos arrojas
a hecatombes sin fin y sin ejemplo,
y palacio y hogar, fábrica y templo,
a tu voz vuelan como exangües hojas!

Lívido como un muerto te paseas,
tras de tus bayonetas y cañones
o bajo el ala gris de tus aviones,
en espera del triunfo... ¡No lo creas!

No triunfarás, no triunfarás, es vana
tu desazón; ¿no escuchas como ruge
el orbe entero de dolor y encono?

Némesis, justa, se erguirá mañana,
y rodarás, oh, Káiser, a su empuje,
envuelto en los residuos de tu trono.

                III

Diezmas la humanidad, talas el mundo,
tronchas la fortaleza de tu imperio;
Europa es un magno cementerio
donde forma la sangre un mar profundo.

Y no cesa el rodar de tus convoyes,
ni el fúnebre desfile hacia la muerte
de los que van a decidir tu suerte.
Y hay un estruendo de alaridos... ¿Oyes?

Qué vas a oír; la cólera te embriaga,
la ambición te subyuga, la demencia
te ensordece; en tu ser hay una llaga,

una gran llaga cuya pestilencia
mortal por todo el universo vaga.
¡Oh, Káiser, esa llaga... es tu conciencia!

                IV

¿Y tu ideal? —el servilismo infame,
el cuartel, que a tu férula se ajusta,
el silencio humillado... ¡pues te gusta
más que la lengua que habla, la que lame!

El hombre hecho motor o buey de carga,
muerta la libertad, tú, solo dueño
de la tierra; ilusión; tu dulce sueño
transformarase en pesadilla amarga.

El águila imperial, presa en el nudo
asfixiador de tus acciones malas,
romperá el lazo en forcejeo rudo;

pero al huir del hálito que exhalas,
moribunda del cerco de tu escudo
descenderá a tus pies,—rotas las alas.



Julio Flórez


«De pie los muertos» (1917)

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